"Como quisiera una Iglesia pobre y para los pobres". Al comenzar su pontificado en marzo de 2013, afirmaba Francisco lo que sería una opción privilegiada para su tarea pastoral. Incluso el mismo nombre "Francisco" simboliza el programa de una iglesia pobre para los pobres. Esta visión la ha reiterado en varias ocasiones. Así por ejemplo en Evangelium Gaudiumnros 53-60. De ahí su insistencia en ir a las periferias, geográficas y existenciales.


Pero miremos las primeras comunidades cristianas. En las comunidades primitivas, dado el fuego de Pentecostés, parece innegable que, sin abolir la propiedad privada -derecho natural-, los cristianos ponían efectivamente y de una manera habitual sus bienes al servicio de los más necesitados, llegando en determinados casos a ceder la misma propiedad de sus posesiones. El texto de Hech 2, 45 es explícito: "Vivían unidos y tenían todo en común: vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos según la necesidad de cada uno", podría ser interpretado a la luz de Hch 4, 32: "No tenían sino un corazón y una sola alma: nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común". Había comunión de corazones, de fe, y ello los llevaba al hábito de compartir lo propio.


Las primitivas comunidades continuaban la tradición de los antiguos anawim, los "pobres de Yahveh", es decir, aquellos a quienes la propia indigencia lleva a poner toda su esperanza en el Señor. No es que se excluya a los ricos: el mismo Señor no había excluido a Nicodemo o a José de Arimatea. Pero son raros los ricos que están en la disposición de aceptar el Reino en las condiciones en que se ofrece. Pablo lo presentará como una prueba del triunfo de la gracia de Dios: "Dios eligió lo débil del mundo, para confundir a los fuertes" (1 Cor 1, 26 ss).


En el siglo II, con deseos de denostar al cristianismo como cosa menor, el pagano Celso, reprochará a Jesús el que "cuando vivía no fue capaz de ganar más que a una decena de pescadores y recaudadores de impuestos, gente de la más abominable", añadiendo que los cristianos rechazan a "las personas educadas, instruidas y dotadas de sensibilidad", mientras que hallan sus adeptos entre "los necios, los indignos, los tontos, esclavos, mujeres y niños". En sus reuniones sólo se ven "tejedores, zapateros, lavanderos, gente sin letras y tipos rústicos, que no serían capaces de decir ni una palabra delante de sus mayores y amos educados" (Orígenes, Contra Celso I,46).


En su intencionalidad hostil al creciente cristianismo, Celso carga las tintas: en su tiempo ya había cristianos de familias senatoriales y con cargos de importancia en la misma corte imperial; pero su argumentación seguía teniendo fuerza, porque seguía siendo verdad que la Iglesia era el lugar donde connaturalmente se encontraban los más desheredados.


Ya Jesús había dado como señal de la autenticidad divina de su misión que "llega a los pobres un anuncio gozoso" (Mt 11, 5). Los cristianos seguirán presentando su solidaridad con los pobres y necesitados como prueba de la veracidad de su fe.


San Justino llega a decir: "Los que amábamos por encima de todo el dinero y la acumulación de bienes, ahora ponemos en común aun lo que es nuestro, y damos parte a todo el que está necesitado".


El autor de la Carta Diogneto dice, más concisamente: ponen mesa común, pero no lecho (5, 7) Tertuliano expresa lo mismo con su acostumbrado vigor:


Los que compartimos nuestras mentes y nuestras vidas, no vacilamos en comunicar todas las cosas. Todas las cosas son comunes entre nosotros, excepto las mujeres: en esta sola cosa, en que los demás practican tal consorcio, nosotros renunciamos a todo consorcio. Apologético, 39.


Podría sospecharse que en los pasajes apologéticos citados haya una cierta idealización: no todos los cristianos eran siempre tan generosos o tan solidarios como debieran, pero la excepción confirma la regla: el caso de Ananías y Safira no impide que el autor de los Hechos proclame la solidaridad de la primitiva comunidad; o los abusos que Pablo condena en Corinto (1 Cor 11) son el contrapunto de una exigencia que se consideraba esencial. Un texto de un enemigo del cristianismo, el emperador Juliano el Apóstata, viene a confirmar el valor de la solidaridad cristiana: "Vemos que lo que más ha contribuido a desarrollar ese ateísmo (= el cristianismo) es su humanidad para con los extranjeros, su acogida para con toda clase de seres humanos".


La caridad ha sido una de las actitudes constantes del cristianismo, que se remonta a la colecta organizada por las cristiandades paulinas en favor de los cristianos más pobres del judeocristianismo. No deja de ser digno de notarse que en el primer Concilio, el de Jerusalén, se llegara a lo que hoy llamaríamos una cierta admisión de pluralismo de ideas, compensado en contrapartida por una decidida resolución unánime en favor de la ayuda mutua.

Por el Pbro. Dr. José Juan García  
Vicerrector de la UCC