Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: «Si quieres, puedes limpiarme». Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio». La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Jesús lo despidió, encargándole severamente: «No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés». Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado, y aun así acudían a él de todas partes. (Mc 1,40-45).

 

Con este milagro concluye el primer capitulo del evangelio de Marcos.  Se presenta aquí a un hombre que padece lepra. Para evitar un eventual contagio y en base a rígidos principios de pureza ritual exigidos por religión hebraica en tiempos de Jesús, el leproso era excluido de cualquier actividad social y de contacto con las personas sanas.  Los leprosos eran obligados a vivir fuera de los centros habitados, debían cubrirse el rostro de luto y si alguien se acercaba a ellos debían advertir de su triste condición gritando “soy impuro, impuro” (Lev 13,45). Se trataba en verdad de una condición de “muertos vivos”, dramáticamente subrayada por la degeneración de sus miembros a causa de esta enfermedad.  Una persona sin la posibilidad de relación y de comunión con Dios y con los otros. Con un cuerpo devastado. Como si esto fuera poco, según la mentalidad bíblica, la lepra era vista como el castigo por los pecados particularmente graves.  Así pues, sobre el enfermo pesaba muy fuerte el sentido de culpa.  El leproso del evangelio sabe perfectamente todas estas cosas, y sin embargo, no duda en acercarse a Jesús.  Ha perdido casi todo: afectos, familia, amigos e incluso a Dios.  Se siente abandonado y fracasado.

 

De él no sabemos su nombre, ni podemos emitir un juicio de valor sobre su vida y su fe. Lo que si descubrimos es que tiene una confianza inconmensurable y una audacia admirable. Reconoce la superioridad del Señor ya que se arrodilla delante de él y le suplica.  Ruega ser purificado. Es decir, ver su piel sin llagas y ser perdonado de sus pecados: liberado de todo aquello que lo tiene alejado de Dios y de los hombres. No impone su deseo, sino que dice: “Si quieres, puedes purificarme”.

               

En cuatro verbos vemos la acción de Jesús:  tuvo compasión, extendió la mano, lo tocó, y le habló.  Se compadeció del leproso (splanchnistheís): se le removieron las entrañas.  Es decir, se dejó involucrar y envolver por la situación de miseria en la que se encuentra este hombre. En algunos códigos antiguos, en vez de compasión, afirman que Jesús se “llenó de ira” (orghistheís) contra esa maldita enfermedad que hace que del cuerpo de este sujeto salga un hedor repugnante y se haya deformado su rostro.  Marcos presenta un Jesús colérico, porque sabía enfrentarse al conflicto y rebelarse frente al mal, a la situación de esclavitud y segregación que habían convertido a aquel hombre vivo en un ser muerto.  Me fascina este Jesús así, que no se resigna jamás, sino que resiste y lucha sin intervalos frente a la injusticia y a todo lo que es malo. El escritor francés del s. XIX, Honoré de Balzac afirma que “la resignación es un suicidio cotidiano”.

 

                La segunda acción es “le tendió la mano”. Se trata del gesto del Dios liberador en el libro del Éxodo.  Esa mano es potente y puede hacer “grandes cosas”.  Lo podía haber curado con el poder de su palabra, pero no. 

 

El tercer verbo es “lo tocó”. Jesús es transgresor y lo toca. Lo toca porque estaba prohibido. Lo mira a los ojos.  Es un cruce de miradas: la de un pobre hombre y la de un rico Dios. Si el mal es contagioso, el bien lo es más.

 

Y por último le dice: “lo quiero, queda purificado”. Una palabra regeneradora. Afirma así su voluntad expresada con la palabra.  Gesto y palabra forman parte de la celebración de los sacramentos.  La voluntad de Dios es la eliminación de toda emarginación. Qué meritos tenía este hombre para ser purificado.  No lo sabemos ni nos interesa.  El amor auténtico no se siente atraído por los méritos de las personas sino por las necesidades de éstas.  He aquí la gran novedad: no es verdad que el hombre deba purificarse para acercarse al Señor, sino que acoger al Señor es lo que purifica al hombre.

 

                Este hombre pasó luego de ser marginado a ser misionero. El evangelio concluye que “Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos”. Afuera, como un leproso. En lugares desiertos, donde debían vivir los leprosos y las personas impuras.  Qué curioso! Es casi una inversión de roles. Qué magnifico este Dios.  Él no ha venido a darnos una “lección” sobre el dolor, sino a “hacerse cargo” del dolor y llenarlo de sentido.