En el Evangelio de San Juan 3, 14- 21, leemos que Jesús dijo a Nicodemo:

“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.

Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

El evangelio sobre el diálogo con Nicodemo, el judío que vino para encontrar en Jesús, en su palabra, una vida nueva y una luz nueva, es una de las escenas más brillantes de la teología joánica. Es importante tener en cuenta que Nicodemo es un alto personaje del judaísmo. Digamos que este relato del capítulo 3 de Juan seguramente fue compuesto en el momento en que personas, como Nicodemo, habían pedido a la comunidad cristiana participar en ella. De ahí ha surgido esta “homilía sobre el bautismo” entre los recuerdos de Juan de acontecimientos como el que se nos relata y una reflexiones personales sobre lo que significa el bautismo cristiano. 

Dios ha entregado a su Hijo al mundo. En esto ha mostrado que lo ama. Además, Dios lo ha enviado, no para juzgar o condenar, sino salvar lo que estaba perdido. Si existe alguna doctrina más consoladora que esta en el mundo podríamos arrepentirnos de ser cristianos. Pero no creo que exista. 

La alegría de la Cruz

La alegría es compatible con la mortificación y el dolor. Se le opone la tristeza no la penitencia.

La alegría tiene un origen espiritual, surge de un corazón que ama a Dios y al prójimo.

La condena y el juicio, no lo hace Dios. Lo ha dejado en nuestras manos. La cuestión está en creer o no creer en Jesús. En darle crédito al Testigo divino. Si Jesús es la Verdad, a Él tenemos que adherirnos. Jesús no obliga a creer: sólo propone a nuestra libertad su palabra de vida y verdad. El juicio cristiano no es sólo un episodio último al que nos presentamos delante de un tribunal para recibir una sentencia. Esto es así sin duda. Aquí nos apoyamos en Mt 25, 30 ss: “Tuve hambre, y me diste de comer, tuve sed”. Pero los cristianos experimentamos también el juicio en la medida en que respondemos a lo que Señor ha hecho por nosotros. El juicio no se deja sólo para el final, sino que se va haciendo en la medida en que vivimos la vida nueva en Él, la nueva creación a la que hemos sido convocados. Estas imágenes de la luz y las tinieblas son muy judías, del Qumrán, pero a Juan le valen para expresar la categoría del juicio.

El evangelio de Juan es muy sintomático al respecto, ya que usa muchas figuras y símbolos: el agua, el Espíritu, la carne, la luz, el nacer de nuevo, las tinieblas, para poner de manifiesto la acción salvadora de Jesús. El diálogo es de gran altura, pero en él prevalece la afirmación de que el amor de Dios está por encima de todo. Aquí se nos ofrece una razón profunda de por qué Dios se ha encarnado: porque ama este mundo, nos ama a nosotros que somos los que hacemos el mundo malo o bueno.

Dios no pretende condenarnos, sino salvarnos. Esta es una de las afirmaciones más importantes del Nuevo Testamento. Dios no lleva al destierro. Dios, por medio de su Hijo que los hombres hemos “elevado” (para usar la terminología teológica joánica del texto) a la cruz, nos salva y seguirá salvando siempre. Hay un criterio que Dios propone: creer y amar. Esto salva el mundo. 

 

Por Pbro. Dr. José Juan García