Todo cambio que nos acerque a lo bueno y bello que provoque paz, será un camino que valdrá la pena recorrer para llegar a la cima de nuestro Aconcagua.

Estamos en cuaresma. Período del calendario cristiano donde nos preparamos para la celebración de la pascua. Es un tiempo que invita a la conversión. Invitación que también va dirigida a todos, aunque no comulguen con la fe cristiana. Recordemos que, según el Diccionario de la Real Academia, conversión implica transformación: "hacer que alguien se convierta en algo distinto de lo que era''. Convertirse será entonces tomar un rumbo diferente en nuestra vida. Por eso, si bien es un término vinculado con lo religioso, la conversión es también un paso en el proceso de hacernos cada vez más humanos. Cualquiera fuesen nuestras creencias, lo cierto es que todo cambio que nos acerque a lo bueno y bello que provoque paz, será un camino que valdrá la pena recorrer.


Siempre he pensado a la conversión en término de ascenso, como quien va subiendo una montaña. Ahora bien, nunca escalamos desde la nada. Nuestros pies están parados en un punto de nuestra biografía a partir de la cual ascendemos. Ese punto representa aquello que somos y queremos cambiar. Nuestra mochila va cargada de las luces y sombras de nuestra vida moral. Sin ese pasado hecho de aciertos y debilidades, no habría nada que pulir ni mejorar. La maza se quedaría sin cantera, parafraseando la canción de Silvio Rodríguez que inmortalizara Mercedes Sosa.


Primer paso


Este es el primer paso del proceso: la aceptación que nos lleva a asumirnos como somos. Requerirá perseverancia y fortaleza para resistir y avanzar hacia la meta. No es empresa fácil reconocer el mal que pudimos hacer a otros o a nosotros mismos. Pero el bien, cuya ausencia delata el mal, es una especie de llamador que atrae como imán y desencadena nuestras acciones más nobles. Ese bien tiene una oferta de perfección que nos completará al final del camino. Eso explica por qué insistimos en llegar a la cima, a pesar de los fracasos, del miedo y del vértigo.


Hablando de estos temas en un Seminario recuerdo haber usado el ejemplo del gran escalador suizo MatthiasZürbriggen (1856-1917). Cuentan las crónicas de la época que tampoco le resultó fácil a este reconocido guía de montaña, llegar a la cima del Aconcagua. Fue el primero del que se tenga registro, en alcanzar la cumbre del colosal "centinela de piedra'' (Aconcagua en la lengua Aymará). Tuvo que sortear tormentas de nieve, enfermedades de los miembros de la expedición y varios intentos fallidos. Cinco intentos durante seis semanas, hasta que el 14 de enero de 1897, en solitario, verá coronado su esfuerzo alcanzando la cima del techo de América (6.962 metros de altitud sobre el nivel del mar).


Segundo paso


Un segundo paso en este proceso de conversión es aprender a perdonarnos. Suele pasarnos que el remordimiento es tan grande que no podemos despegarnos de la culpa. Es como una loza que aplasta y nos impide ver la luz de la salida. Vivir con complejos de culpas no borrará la falta ni hará desaparecer aquellas cosas que queremos cambiar. Por el contrario, esta culpa será un gran obstáculo para empezar a perdonarse uno mismo. Si no podemos vencerla no podremos ver la salida y la conversión será incompleta. Tampoco habrá gozo. ¿Qué felicidad puede traernos todo este proceso, sí seguimos atados al lastre de la culpa y el remordimiento?


Último paso


El tercer y último paso de este proceso es llevar el cambio a la acción. La conversión que afecta nuestra interioridad y cambia la vida, debe hacerse realidad en decisiones concretas. No hay que buscar otros lugares para producir los cambios. El lugar de encuentro es nuestra realidad cotidiana con las posibilidades de bien que se nos vayan presentando. 


Una clave para no perder la esperanza de que habremos de alcanzar la cima, es tener presente que la vida moral no es un camino rectilíneo uniforme hacia el bien. No hay laderas, paredes ni senderos sin escollos. Pienso en Zübriggen, tendido en una de las pendientes rocosas y nevadas del Aconcagua, donde la victoria y el fracaso son tan palpables, y creo que ese es el momento en que la persona se lanza a buscar la cima. Después de todo nadie extraña tanto la luz de la salida, como quien está en el pozo. Ahí comienza todo. 

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo