“No se puede servir a Dios y al dinero.  Por eso les digo: No se inquieten por su vida, pensando qué van a comer, ni por su cuerpo, pensando con qué se van a vestir.  No vale acaso más la vida que la comida y el cuerpo más que el vestido? Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta.  Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? No se inquieten diciendo: Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos? Son los paganos los que van detrás de estas cosas.  No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo.  A cada día le basta su aflicción” (Mt 6,24-34).

 

 

En este evangelio aparece seis veces de modo claro el verbo griego “merimnáō” (preocuparse, vivir ansiosos).  Cabe aclarar que aquí Jesús no está invitando a sus seguidores a no ocuparse de las cosas cotidianas necesarias para la supervivencia, sino a recordar que el dinero es un buen siervo y un mal amo. Uno está llamado  a hacer lo que puede, a pedir lo que no puede, para llegar a poder.  El problema radica en el estilo y la modalidad de vida que a veces asumimos, preocupándonos excesivamente con esa actitud que hoy llamamos “ansiedad”.  Según las teorías psicológicas modernas, ésta es una emoción o un pensamiento, que forma parte de la familia primaria del “miedo”, junto al temor, el nerviosismo, las preocupaciones y las tensiones.  Jesús viene a decirnos hoy que los sentimientos, sobre todo los negativos y dañinos, se deben controlar, ya que de lo contrario, asumiendo las ansiedades del día presente y del futuro, el peso de la vida es insoportable.  El problema es el de la ambición y la codicia.  La palabra griega “pleonexía”, significa “querer “más y más”, confundiendo neciamente los medios con los fines. Con gran sabiduría, el filósofo chino Confucio enseñaba que, “Algo de dinero evita preocupaciones; mucho dinero, las atrae”. No es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea. El novelista ruso León Tolstoi escribía que “la ambición siempre está en litigio con la bondad.  Ella sólo está de acuerdo y es amiga del orgullo, la astucia y la crueldad”.  Si dejamos todo en las manos de Dios, veremos la mano de Dios en todo. Cuando lleguemos al limite, confiemos en Dios plenamente, porque dos cosas pueden pasar: que El nos sujete cuando vayamos a caer, o que El nos enseñe a volar. La frase más humilde es: “Sin Dios no soy nada”, pero la más poderosa es: “Con Dios lo puedo todo”.

 

 

Un bello testimonio nos lo ofrece el Papa Francisco.  Se llevó de Argentina una imagen que guarda en su habitación, en la que san José está durmiendo, y que aún durmiendo cuida a la Iglesia. Debajo de ella coloca escritos en papeles, los problemas y las dificultades con las que se encuentra, para que el santo rece y obtenga ante Dios soluciones eficaces a esos obstáculos. Esto también es creer y confiar en la Providencia de Dios.  Juan XXIII decía: “Todos se maravillan de mi serenidad, pero lo cierto es que no encuentro motivos para inquietarme”. Hoy asistimos al espectáculo de un mundo nervioso, descontento, agitado, que impulsa continuas fugas de la vida y de desprecio de la vida. Esto depende, en gran parte, de un bienestar sin alma, consecuencia de un materialismo difuso, que a la corta, deja amarga la boca y vacío el corazón del hombre, el cual no puede vivir sólo de pan.  Hemos conquistado tanto bienestar, pero hemos perdido tanto bien.  Cuando el médico alemán Albert Schweitzer, también misionero en Africa, fue en 1952 a Oslo para recibir el Premio Nobel de la Paz, exclamó: “Con el progreso creíamos poder crear un “superhombre”, sin embargo, yo tengo delante de mí a un “pobre hombre”. El progreso pretendía resolver todos los problemas de nuestra existencia, en cambio, nos ha hecho a todos más deshumanos”. Es que no hay que medir la riqueza por el dinero que se tiene, sino por lo que se tiene en la vida y que uno no cambiaría por dinero. Lo que más sorprende es que el hombre de hoy pierde la salud para ganar dinero, y después pierde el dinero para recuperar la salud.  Y por pensar ansiosamente en el futuro no disfrutan del presente, por lo que no viven ni el presente ni el futuro. Y viven como si no tuviesen que morir nunca, y mueren como si nunca hubieran vivido. 

 

 

Los santos nos enseñan a confiar y a esperar.  Santa Isabel de la Trinidad, escribió en 1898 unos versos en los que dice: “Yo tengo en tu divina Providencia, una fe y confianza inquebrantables.  Oh Jesús, llévame y tráeme, yo me abandono entera a tu talante”. Pondremos otros dos ejemplos. José Benito Cottolengo, fue un santo italiano del siglo XVIII que creó los llamados “cottolengos”, derivados de su apellido.  Un hecho luctuoso que sucedió el 2 de septiembre de 1827 selló su vida.  Una mujer francesa, Juana Gonnet, que viajaba desde Milán a Lyon junto a su esposo y a tres hijos, gestante en sexto mes de embarazo, requería inmediata atención por hallarse gravemente enferma.  El santo la condujo a un hospital, pero le negaron auxilio.  Primeramente por cuestiones burocráticas, ya que era extranjera, y después por carencia elemental de medios para costearse el tratamiento.  Rápidamente la condujo al hospicio de maternidad con los mismos resultados.  Impotente y apesadumbrado, el santo intentó que la vieran en otros centros, pero la mujer falleció en medio de muchos sufrimientos.  Profundamente desolado, se dijo: “Esto no puede volver a ocurrir.  Debo hacer algo para que la gente desamparada tenga un sitio al que acudir”.  Se desprendió del manto, y comenzó su acción caritativa el 17 de enero de 1828 en una habitación que alquiló ex profeso.  Puso en ella cuatro camas y abrió el hospital “Volta Rossa”.  En tres años había 210 internados y 170 asistentes, aunque después fundó una congregación dedicada expresamente a la atención de personas desvalidas y con capacidades diferentes. Fundó mas tarde la “Pequeña Casa de la Divina Providencia”.  Su excelsa labor y sus grandes virtudes fueron de gran influjo para la vida de san Luis Orione. Su fe en la Divina Providencia espoleaba su admirable caridad, y así inauguró nuevos pabellones donde podía acoger a enfermos sumidos en extrema pobreza.  No dejaba a nadie desamparado.  En sus centros recibían atención y cariño enfermos mentales, huérfanos, abandonados y sordomudos.  Dios le proporcionaba lo preciso para mantenerlos, cuidando a quienes lo asistían a través de hechos ciertamente prodigiosos.  Sabía de sobra que entrega y confianza, en Dios unidas, revertían en grandes milagros.  Siempre decía: “Si falta algo es porque confiamos poco o nos hacemos indignos”.  Y su fe atraía la gracia que jamás tiene fondo, llegando a afirmar que “el banco de la Divina Providencia no conoce la bancarrota”. Por algo Pío XI lo llamó “un genio del bien”.

 

 

Otra lumbrera de la caridad y ejemplo de confianza serena en Dios fue el italiano don Luis Guanella, (1842-1915), fundador de la Congregación de los Siervos de la Caridad, canonizado en 2011. Siempre señalaba con firmeza: “Dos cosas hacen faltar la Providencia del Señor: la desconfianza y el pecado.  El Señor se ha obligado a darnos lo necesario, no así lo superfluo o agradable.  A la Providencia hay que merecerla: creyendo con firmeza, esperando el tiempo y modo oportuno, rechazando las ansiedades y trabajando duro. Para recibir a dos manos de la Providencia, es necesario dar a cuatro manos a los pobres.  En toda obra, cuando intervienen sólo las medidas humanas y la ayuda del brazo del hombre, la mano de la Divina Providencia se acorta”.

 

 

Hay una anécdota muy hermosa de un Hogar de Niños con capacidades diferentes.  Llegó la fiesta de la Epifanía del Señor, y los tres hermanos legos a cargo del hogar decidieron disfrazarse de Reyes Magos para ir a saludar a los niños, pero no tenían un solo regalo “decente” para darles a esos pequeños! Como no tenían regalos para ofrecer, decidieron darles un desayuno con más dulces al día siguiente, y se resignaron a que los niños pasaran la Epifanía sin regalos. Cuál no sería su sorpresa cuando llegaron al hogar y vieron alineados en la galería todos los zapatitos de los niños esperando sus regalos. Y los niños, después de saludar a los Reyes, se fueron a dormir con la esperanza intacta! Los hermanos durmieron en un sueño inquieto, con el corazón estrujado, y mientras preparaban a la mañana siguiente el desayuno “reforzado”, escuchan una bocina en el patio.  Era una camioneta que venía desde una parroquia muy lejana, que había organizado una rifa y compra de regalos para el hogarcito.  Cada niño tuvo su presente, preciosamente envuelto en un papel dorado.  Los niños tuvieron más fe que los hermanos y les enseñaron a confiar en la Providencia que siempre supera nuestras mejores expectativas.  Aprendamos pues a vivir de menos seguridades y de más abandono.