El reciente conflicto del Conicet sobre el valor de las investigaciones en ciencias sociales y humanidades, con el que cerramos un duro 2016, es -a mi criterio- precisamente eso: una muestra de cómo estamos, pero también de hacia dónde podemos ir como sociedad.

Me quedaron algunos interrogantes: ¿qué interés real tenemos los ciudadanos por la educación? ¿Vemos la conexión que la educación tiene con nuestra calidad de vida?
Parece existir un consenso bastante amplio de que una de las claves para salir del pozo es la cuestión del trabajo y el empleo.

Pueden diferir los acentos -¡bienvenidos a la sociedad plural!- entre quienes apuestan por una presencia más activa del Estado, a quienes promueven el valor de la iniciativa privada. Desde el punto de vista católico, no podemos estar en desacuerdo.

Desde sus inicios, el humanismo de la doctrina social de la Iglesia ha destacado la centralidad del trabajo digno. Una cosa es tener pan para comer en casa y otra es llevarlo a casa como fruto del trabajo. Y esto es lo que confiere dignidad.

En la celebración de San Cayetano pedimos la dignidad que nos confiere el trabajo: poder llevar el pan a casa y como dice el Papa Francisco "cuando pedimos trabajo estamos pidiendo poder sentir dignidad''.

Que un adolescente que termina el secundario, por ejemplo, sienta que su dignidad se expresa cuando el pan que lleva a su casa (o el celular o las zapatillas que se compra) son el fruto de su esfuerzo y no de una dádiva, es un logro que no se da por el solo hecho de ofrecer una suma de dinero, sino que tiene detrás un complejo y decisivo proceso educativo. Educación quiere decir sacar a la luz lo que hay dentro.

En este caso, el proceso educativo tiene como meta ayudar a una persona a sacar a la luz sus potencialidades más hondas. Para eso se le ofrecen saberes, valores y experiencias. Educar es enseñar a vivir.

La mera multiplicación de subsidios o la facilitación de recursos tecnológicos no produce, por sí mismas, el desarrollo humano integral al que se supone todos aspiramos.

¿Qué hacer entonces para que un chico sienta que en el trabajo perseverante y bien hecho se juega su dignidad, y su futuro como ser humano? Bueno, un camino es ayudarle a comprender que, antes de que llegue el tiempo de incorporarse al mundo del trabajo, su dignidad se juega en el modo cómo asuma su propia educación.

El fin de año nos ofreció una imagen de lo que implica el camino de dignidad: la foto de Efraín, el chico qom, con su abuelo y el maestro, unidos por la emoción de haber logrado un objetivo, aparentemente simple, pero de alto impacto: Efraín terminaba la primaria, sacando a la luz lo mejor de la condición humana.

En esa foto aparece también otro factor clave: el valor de la familia, que es el espacio vincular en el que se acompaña a los que se abren a la vida.

Abuelo y nieto caminaron por años varios kilómetros: ¿cuánto aprendieron en ese sacrificio compartido? ¿Qué les ha quedado a ambos para la vida? ¿Se reconoce que la familia es una realidad previa y superior al Estado y que merece una atención prioritaria, pues en ella se está jugando realmente el futuro? Ojalá todos podamos recorrer el camino de Efraín.

(*) Obispo de San Francisco (Córdoba).