Hay palabras que una vez pronunciadas, marcan un rumbo en la historia personal. Recuerdo un caso en particular. Era la convulsionada década del 70 cuando en un encuentro juvenil entre no creyentes (en esa época era una confesa atea), se planteó el tema del aborto. Me pronuncié a favor de la vida, para sorpresa de varios. 


Aún recuerdo las palabras que usé para sostener mi posición en contra del aborto: "Es una cuestión de sentido común". 


Hoy, a tantos años de aquellas inolvidables tertulias, sigo pensando lo mismo sobre el derecho a la vida de la persona por nacer. Y aunque con el tiempo abracé el cristianismo como opción de vida, entiendo que la defensa de la vida inicial no es una cuestión de fe, sino de sentido común. Que no es otra cosa que una manera racional y sensata de entender la realidad, en este caso del viviente humano.


¿Qué es, si no sentido común, reclamar para el viviente humano su derecho a vivir? 


Claro que en esta pregunta subyace una afirmación: que el embrión humano es un viviente. Afirmación que se prueba desde el sentido común con una obviedad que a veces olvidamos. Para el viviente, la vida no es una abstracción, es una exigencia de su ser. Como lo es el agua y el sol para el malvón que tiñe de rojo el patio de la casa. Claro que el viviente humano, dotado de alma espiritual, se ubica en el más alto nivel en los grados de perfección del ser. Así lo enseñaba Santo Tomás de Aquino (STh I, 4, 2, ob. 3). 


También sería un error científico negar la condición de viviente al embrión humano. Efectivamente, gracias a los aportes de la Biología, Genética y Embriología Clínica, se ha demostrado que la vida humana comienza con la fecundación del óvulo, que constituye una nueva realidad biológica, distinta de la materna y con patrimonio cromosómico propio. 


Los datos científicos refuerzan lo que casi intuitivamente descubrimos desde la sensatez del sentido común.


También el sentido común nos dice que esa propiedad del viviente que llamamos vida y que procede de su interioridad, debe estar presente en la hora cero como exigencia de su ser. Sería un absurdo postergar el inicio de la vida a otros estadíos de su recorrido vital. Si no fue un viviente en su comienzo no lo será nunca. Así de simple, así de obvio.



Un bien supremo

Ahora bien, vista la relación de dependencia entre el viviente, la vida y su ser, sólo cabe una conclusión: la vida es un bien supremo en orden a seguir viviendo. A todos los vivientes humanos, la vida se nos presenta como un bien y su privación como un mal o disvalor (Mosset Iturraspe Jorge, El valor de la vida humana ed. Rubinzal- Culzoni Bs. As. 1996). 


Esta noción de la vida como un bien superior tiene sus consecuencias jurídicas. Efectivamente, sí la vida es un valor en sí misma y presupuesto de otros bienes, el derecho a la vida debe ser protegido por el ordenamiento jurídico. También es de sentido común reconocer que el derecho a nacer es una manifestación del derecho a la vida y que, por ende, merece idéntico resguardo.


Sentido común que manifestó el Juez federal de Mar del Plata en su reciente sentencia, sobre la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE). Para el juez la Ley 27.610 vulnera los derechos del niño contemplados en la Constitución a través de los pactos internacionales a los que el Estado adhirió en la reforma de 1994, otorgándoles jerarquía constitucional. Claramente no podemos como país comprometernos a reconocer y defender el derecho esencial a la vida de todo niño y luego legalizar el aborto. Máxime cuando el Congreso, previo a la ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño, definió que niño para la Argentina es todo ser humano desde la concepción hasta los 18 años de edad (Ley 23849).


Como bien dice el poeta francés Max Jacobs: "El sentido común es el instinto de la verdad".

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo