Si el periodismo se deja arrastrar por lo políticamente correcto y se tienta por adular a una mayoría de ciudadanos e instituciones que han convertido en pasatiempo nacional y mundial las críticas contra Donald Trump, corre el riesgo de cometer el mismo error que durante las elecciones: no apreciar toda la realidad.

Desde que el periodismo tradicional se volvió más interpretativo, desdibujando la línea divisoria entre hechos y opiniones, muchos periodistas y medios relegaron su tarea de fiscalizar con denuncias sustanciadas en los hechos, por la de acusar y confrontar al poder con opiniones, una actitud a veces rayana al activismo.

Las opiniones no son malas, sí su exageración. No suelen tener todo el contexto ni todos los ángulos y fácilmente se alinean a la sabiduría convencional, aquellas ideas o conceptos que se creen verdaderos hasta que la realidad demuestra lo contrario. Sirve de ejemplo el vaticinio de que Trump perdería las elecciones o el fin de la supremacía económica de EEUU tras la crisis financiera de 2008.

Tampoco es fácil reportar hechos y no opinar sobre Trump. Hasta quienes pretenden defender sus políticas se ven traicionados por la catarata de tuits altisonantes, decretos y anuncios rimbombantes. Si a su verborragia le bajara decibeles, muchas de sus medidas no generarían tanta controversia. Pero le divierte su estilo de sensacionalismo televisivo.

Cuando la gente y la prensa se enfrascan en discusiones sobre el aborto, el muro, la nominación de un juez o una pulseada con Irán, él pega un viraje con algo más impactante y deja a todos con la palabra en la boca y desorientados.

Esa desorientación pone a los medios a la defensiva, a reaccionar por todo, perdiendo neutralidad y balance. A muchos Trump se les vuelve una cuestión de piel y le critican todo, ya sea que amoneste a Rusia por abusos en Crimea o a Israel por asentamientos en Palestina. Con la restricción temporal a inmigrantes de siete países pasa lo mismo, habiéndose despertado una crítica sin todos los ángulos.

El problema es que cuando la confrontación es constante y las opiniones prevalecen sobre los hechos o las críticas tienen la misma intensidad sin diferenciar lo esencial de lo trivial, el público pierde confianza en los medios.

El académico Tom Rosentiel lo dibujó muy bien al hablar del papel del periodismo como perro guardián. No se necesita que ladren a cada auto dijo, sino que le ladren a lo esencial. Rosentiel cree que en épocas turbulentas se deben diferenciar las noticias de las opiniones.

Un sondeo reveló que un 69% de la gente quiere que la prensa se encargue de verificar la información, que denuncie las mentiras de los funcionarios, pero que también se le presenten los hechos sin interpretación.

El desafío es mayúsculo en época de crisis y polarización como esta, en la que se han acuñado nuevos términos como posverdad, hechos alternativos y noticias falsas. Para combatir esta tendencia, también el público debe estar abierto a escuchar otras tendencias, perspectivas y no quedarse en la comodidad de escuchar y leer solo lo que sintoniza con su opinión.

El periodismo debe seguir siendo contrapeso o abogado del diablo de las mayorías, exponiéndole los puntos de vista y las voces de las minorías. Tiene que alejarse de la sabiduría convencional y regresar a sus fuentes: Investigar con rigurosidad, denunciar con precisión e iluminar con altura.