Ayer me detuvo una señora en el hall del Centro Cívico y me contó que había conocido a un señor bastante mayor que se gana la vida como cartonero; que es muy delgadito y frágil y lleva siempre en el manubrio de un carrito que le cuestas horrores trasladar a su entrañable y anciana perrita "Muñeca'', su compañera y pretexto para el amor, un ser al que se ve tan vulnerable como él.

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"En su viejo vehículo, se mece como en una cuna de rosas, exquisito refugio de sus bellos días de perro y compañera...''

La mujer no pudo darme más precisiones; sólo que vio la tierna escena por las inmediaciones de calle Sargento Cabral y Paula A. de Sarmiento y que esa imagen la marcó a fuego, por eso me sugería que hiciera sobre esto alguna reflexión en el diario.

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Salí esta mañana a buscarlo. Ni su nombre sé y escasos datos tengo, por eso la búsqueda fue infructuosa. Sin embargo, el hombre existe, como existe la pobreza; rueda con su crujiente vehículo los barrios de San Juan, se gana el pan colectando cartones y, con amable dignidad, desliza por las tardes su humildad. "Muñeca'' comparte con él los zondas inflamados y las escarchas de julio, y, aunque parece a punto de caerse al pasito tembleque de su viejo vehículo, se mece como en una cuna de rosas, exquisito refugio de sus bellos días de perro, compañera y cartonera.

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La calle puede ser un espacio triunfal, si en su aspereza nos realizamos como seres humanos o puede resultar un cautiverio en la desmesurada libertad, si la búsqueda en ella del destino es adversa. Este trabajador y su "Muñeca'' son una postal de todos los cartoneros que se ganan la vida en las calles, cuando eligen como escenario esas madrugadas donde nadie pueda contemplar su incómoda búsqueda del pan. Y lo son también de todos los trabajadores que escogieron el buen camino, por más duro que sea, para llevar el sustento y la sencilla sonrisa a su familia, desechando caminos torcidos.


Por eso, no me preocupa desconocer por ahora quien es nuestro héroe barrial, aunque me hubiera sentido mucho más feliz si hubiese podido proclamar su nombre y hacerlo especialmente con la pretensión de exhibirlo como símbolo de la esperanza, como estandarte de los buenos espejos.

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Me quedó vibrando en el pecho, como una espiga de fuego clavada a pura ternura en su centro, la foto de nuestro amigo y su perrita, que me compartiera desde su celular esa sensible señora que se acercó a comunicarme su piedad. El digno hombre, cuando el mundo enhebra jornadas y sueños, debe andar por esas calles duras y monótonas encartonando silencios y bondades, pensando -por qué no- que un cercano horizonte de bien ganadas navidades (momento fundamental) ha de premiar en las postrimerías del año su nobleza, como corresponde a cualquier hijo de Dios.