El viejo adagio "el que siembra vientos cosecha tempestades", amasado con un discurso visceral y divisivo durante el proceso electoral y la transición, le han pasado factura. Su estilo, las formas con las que denigra y ofende a sus críticos ya sea a micrófono abierto o a fuerza de tuits, ha creado resentimientos y derivado en su impopularidad. 


Asumió con un 40% de aceptación, muy por debajo del 79% de Barack Obama y de cualquier otro presidente en las últimas cinco décadas. Si bien la alta confianza favorece el poder de maniobra frente al Congreso y la ciudadanía en las primeras semanas, no es indicativo de una buena o mala presidencia. El escepticismo sobre Ronald Reagan fue mayúsculo, pero se posicionó entre los mejores presidentes de la historia. A la inversa de Jimmy Carter, sepultado como uno de los peores. 


Las malas formas usadas por Trump tienen consecuencias. No tendrá los 100 días de gracia o el espacio de maniobra que se acostumbra dar a un presidente. Nadie fue tan criticado como él antes de asumir y la tendencia seguirá. Tampoco pareciera importarle; no hay precedentes de un líder que haya movido el avispero y conseguido tantos compromisos antes de asumir. Sus tuits hicieron reaccionar a la OTAN, recapacitar a la Ford y la Fiat para invertir en fábricas en EEUU, elevar las ganancias en la Bolsa; aunque también pusieron a China a la defensiva. 


Su mordacidad y arrogancia le ofrecen excusas en bandeja de plata a quienes buscan argumentos para considerarlo un presidente ilegítimo. El legislador demócrata John Lewis boicoteó la ceremonia inaugural; lo siguieron más de cuatro docenas de parlamentarios.  


Veamos el fondo. Las últimas encuestas marcaron un notable contraste entre formas y fondo. Más del 60% de los estadounidenses confía en que es el presidente adecuado para hacer crecer la economía, gestionar la reforma tributaria, crear empleos y manejar el déficit presupuestario, dolor de cabeza de las últimas administraciones. 


Sus dotes de buen negociador, dueño de una confianza y autoestima desbordante no solo se aplican a la economía. También goza de mayor confianza que la que tuvieron Obama y Bush en la guerra contra el terrorismo. Basta recordar el escepticismo sobre Obama al asumir en 2009; jamás había tenido un trabajo ejecutivo, algo que Trump hace de memoria. 


No hay que invocar a la suerte el triunfo de Trump. Tuvo olfato político para seducir a los que él llama "los olvidados", gente común sin empleos ni esperanza. Destruyó a sus adversarios en las primarias y sus promesas de usar dinero de su bolsillo para la campaña y no cobrar sueldo como presidente motivaron a un electorado que cree que el magnate puede "devolverle a EEUU su grandeza" y que está cansado de los políticos de siempre atornillados a Washington. 


Habrá que darle a Trump espacio y no dejarse arrastrar por su estilo. Sin embargo él también hace lo suyo. Su hija Ivanka deberá maniatarle su tuiteo y evitar así resentimientos y batallas diplomáticas innecesarias.