No es demasiado diferente la lista de preocupaciones de la gente a esta altura que, por ejemplo, hace 10 años. Incluso, aquella vez pudo haber sido peor: la inseguridad -hoy como ayer y siempre- figurando en el podio de lo más preocupante, pero el lugar de la entonces inexistente inflación era ocupado por algunos flagelos tanto peores como el desempleo, la recesión y el ajuste. Tres palabras mágicas de la época pronunciadas por la calle como antesala del gran descalabro final.

Es muy razonable que la gente identifique asuntos en los que ocupar los temores, pero este año ocurrirá un gigantesca amplificación de esas palabras que más asustan. Y lo hará en formatos variados: titulares, arengas políticas, frases floridas, pócimas de recetas mágicas.

Por dos razones. La primera, que se viene la campaña presidencial y esos dos territorios -el de la inseguridad y el de la inflación- recibirán un manoseo despiadado acorde a los tiempos donde a todo el mundo parece florecerle las soluciones. La segunda, que ambos asuntos son los dos más visibles en donde al gobierno nacional le entran las balas porque no da pie con bola y ofrece sólo pasos titubeantes.

En materia de inseguridad, queda claro que se trata de un dilema de todos los tiempos -más aún de los más recientes- y de todos los lugares. Pocos rincones del planeta quedan para esconderse de los mil formatos en que se presenta la violencia delictiva, social o política: por citar sólo algunos parajes que los argentinos solemos admirar, no lo es Brasil, tampoco lo es México y ya está dejando de serlo Chile. Menos aún EEUU, donde la violencia delictiva se suma a los temores terroristas y la consecuente inestabilidad de las libertades.

Pero parece que ese factor global de la inseguridad es asumido por el gobierno argentino como atenuante y no como un desafío. Por lo tanto, fracasa de manera cotidiana en no ir lo más lejos en la gama de lo posible. No es lo mismo afrontar amenazas terroristas o del narcotráfico, que el desafío de profesionalizar las fuerzas de seguridad y revertir el flagrante estado de corrupción en que se encuentran.

Es ese precisamente el nudo gordeano del problema: ¿se puede profesionalizar a las fuerzas de seguridad sin una negociación política con esa corporación? Manejo delicado si los hay entre una conducción política -cualquiera sea- y las cúpulas policiales concientes del valor sensible de la tranquilidad en las calles, pero que conservan el poder de "regular" el delito y de hacer aparecer una muerte violenta con efecto desestabilizador en cualquier momento.

La respuesta del gobierno nacional a este dilema fue más política y menos técnica. Como se refleja en la designación de Nilda Garré al frente del flamante Ministerio de Seguridad: una militante dedicada más a negociar que a buscar mecanismos de la ciencia. Y a pasar facturas internas barriendo con Aníbal y todo lo que recuerde a su bigote.

Profundizó Garré la visión K de la seguridad nacional. Que hay dos planos bien diferentes: uno es el reclamo social compuesto de cortes, piquetes y tomas de terrenos a los que no habrá de reprimir; y otro es el delito común, donde se anotan asesinatos y golpes violentos varios.

En los dos hay riesgo de inestabilidad serio. Más en el primero: dos gobiernos democráticos recientes, De la Rúa y Duhalde, debieron irse cuando comenzaron a computarse los muertos de esos reclamos sociales, uno en Plaza de Mayo y otro la estación de Avellaneda.

En cambio, las muertes de la calle ofrecen el riesgo de la pérdida inmediata del crédito ciudadano, pero sin llegar al extremo de tener que despedir presidentes como en caso de la violencia social.

Sí hay que decir que en ninguno de esos terrenos ha acertado el gobierno. En el reclamo social ha quedado peligrosamente a mitad de camino entre la comprensión a rajatabla y la invitación al delito, con un descabezamiento de 13 comisarios de la Federal para jugar al mismo juego. Y con el delito callejero no encuentra la receta para mostrar algún resultado eficiente.

El otro punto en el que se focalizarán los escarceos de campaña será la inflación. Y es razonable que así ocurra: se trata del costado más doloroso de la economía, y es la economía el principal orientador de la voluntad de voto. Por lo tanto, habrá en estos meses un tironeo entre una oposición intentando arrastrar a este debate, y un gobierno tratando de evitarlo.

Existe, además de las dificultades técnicas en el equipo económico para contener la escalada de los precios, otra deficiencia sensible. Esta vez política: la de comunicar la película económica completa -aumentos en la productividad, la toma de empleo y la actividad industrial por las nubes-, y no el fotograma aislado de la inflación.

Es asombroso notar cómo ganan espacio de titulado los padecimientos por las escaladas de los precios, al ritmo de las necesidades de los grupos interesados en limar el motor del oficialismo, ya sea políticos o empresarios. Y la vía de la inflación es una autopista para quienes pretenden llegar al malhumor social, gracias al efecto psicológico de la expectativa inflacionaria.

Se notó esta semana. Allí, bien arriba, la angustia por las remarcaciones y, peor aún, la ansiedad de la negociación por salarios en paritarias que marcará el nivel de conflictividad del año entrante. En un rincón, los efectos multiplicadores por el boom del consumo con la expansión de shoppings, o el repunte en la confianza del consumidor.

En algún momento deberá explicar eficientemente el gobierno que una parte del desborde inflacionario es consecuencia de la inyección de efectivo que mueve al comercio. Por lo tanto, una manera de comenzar a contener las remarcaciones es retirar circulante y enfriar las ventas. No parece estar el sector comercial al tanto de esa alternativa: nivel de ventas creciente con algo de inflación, o inflación cero con ventas recesivas como hace 10 años.

A eso hay que agregar las carencias del gobierno en este plano. Primero, que no consigue inspirar confianza, palabra santa en materia de expectativas económicas. Segundo, que más allá de las dificultades de la política de expansión monetaria (mucho billete circulando, a pesar de que cuesta encontrarlos en papel) hay otros resortes para reducir la inflación que tampoco usa: promoción de inversiones para operar en la oferta, manejo de tasa de interés, frenar la expansión del gasto público.

Y así se configura un cuadro delicado. Es la inflación el peor veneno de una economía saludable porque en niveles de desborde conspira contra las planificaciones y en consecuencia contra la inversión en general, pero además ataca los bolsillos de los que menos tienen, y frena la competitividad a nivel global, entre otros males.

No es una isla San Juan en materia inflacionaria y de inseguridad. El último índice local, elaborado por una institución privada, arrojó un nivel de inflación anual del 20%. Y en inseguridad, la administración local viene haciendo la plancha desde hace tiempo, con algún sacudón cuando debe surfear alguna mala racha.

Tal vez lo más curioso sea que en materia política no aparezca quien capitalice estas deficiencias de la gestión K. La dirigencia opositora no arrima más que formulaciones voluntaristas, como si los delincuentes y las remarcaciones se fueran a disipar con sólo querer que se vayan. Alfonsín hablando de la inflación es lo mismo que Duhalde haciéndolo sobre la violencia en las calles: el pasado los condena. Y así, el abanico opositor no consigue ganar envión por estas flaquezas oficiales.

Sin expectativas del lado del gobierno y pocas alternativas de parte de los que quieren llegar, quedará a la gente un par de opciones: dar las partidas de la inflación y la seguridad por perdidas, o poner los zapatitos a los Reyes.