La casona de los Olivares, ubicada en la calle de igual nombre en "Las Flores", departamento Iglesia, es un mudo recuerdo de la edificación de hace casi cien años. Su frente de más de 18 metros muestra un inmenso paredón de adobes blanquecino que lleva en sus grietas historias de otros tiempos, ya olvidadas.

Al pasar frente a ella me llamó la atención una vieja puerta de álamo, de doble hoja, siempre abierta, sostenida por dos trancas de madera, también de álamo. Me detuve y llamé. Una señora casi anciana me recibió cordialmente y sin conocerme me hizo pasar. Crucé el umbral centenario y un pequeño recibidor de piso de tierra apisonada, me emocionó por su pobreza y desamparo. A la derecha el comedor alto, con su techo de pájaro bobo y carrizo, sostenido por gruesos palos.

Las viejas paredes agrietadas por los años, decían de momentos vividos en familia. Pequeños cuadros lo adornaban: una lámina de San Martín y algunos santos. Sobre una mesita dos fotos de familiares eran testigos de la presencia de sus habitantes ya fallecidos. Al salir al patio contemplé las habitaciones antiguas con tres puertas, ya abandonadas.

Angela Páez de Olivares que así se llama su dueña me dijo: "esta casona fue de mis suegros, ellos tenían aquí, una pensión y un bar que reunía a mucha gente, allá por mil novecientos veinte. Al morir ellos y luego mi esposo, yo heredé este solar y aquí me moriré. Tengo ocho hijos, treinta y cuatro nietos y cinco bisnietos. Un hijo vive pa’ los fondos pero yo estoy siempre sola por eso me gusta conversar cuando alguien como usted se acerca a visitarme."

Estuvimos platicando largo rato, sentí que la conocía de siempre y escuchaba sus vivencias con gran atención y respeto. Al costado del patio se veía el horno de barro y más atrás un pequeño cuartito, con puerta de lona, hacía de retrete.

Era ya media tarde cuando apareció brincando por el patio de tierra un hermoso pájaro.

-Es la loica _me dijo_ viene a picotear las miguitas de pan que caen después de tomar mate.

Era de plumas cenicientas y pechito rojo

-Cuando grita sabe lo que dice: "¡tutiotirao, tutiotirao!", su canto extraño aún no puede entenderse y su eco retumba entre los cerros.

Escuché su canto insólito ¡tutiotirao, tutiotirao! Y nos reímos las dos.

-Aquí nos visitan muchos pájaros: siete colores, jilgueros, calandrias, zorzales, tordos, ibiñas, teros y las tencas pájaros grises de pico largo que entonan diferentes cantos, por eso algunas madres daban lengua de estos pájaros a los niños que tenían dificultad para hablar, afirmó.

Seguimos conversando un rato más y al despedirme un inmenso árbol llamó mi atención, se elevaba frente a la casa como un centinela.

-No conozco bien el nombre de este árbol muchos le dicen "el árbol del cielo" y otros lugareños "la costilla de vaca", algunas jóvenes vienen a pedirme hojas para teñir lanas, agregó.

Un olor fuerte era despedido por sus hojas; el grueso tronco agrietado había juntado el tiempo pasado como la hermosa casa que visité.

Agradecí su amabilidad al recibirme y me alejé emocionada por la calle polvorienta.