“La última cena” según el genio renacentista Leonardo Da Vinci, fresco pintado en Milán.

 

Con la celebración de esta noche nos introducimos efectivamente en el inicio del Triduo Pascual, haciendo memoria, es decir, actualización de la Última Cena en la cual Jesús instituyó el Memorial de la Pascua, dando cumplimiento al rito pascual hebreo. Según la tradición, cada familia judía, reunida alrededor de una mesa, comía el cordero asado, haciendo memoria de la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto.

De este modo, en el Cenáculo, consciente de su muerte inminente, Jesús, verdadero Cordero Pascual, se ofreció a sí mismo, de modo voluntario por nuestra salvación. (cf. 1 Cor 5,7). Pronunciando la bendición sobre el pan y el vino, anticipa el sacrificio de la cruz y manifiesta la intención de perpetuar su presencia divina en medio de la humanidad limitada e imperfecta de sus discípulos, bajo las especies de pan y vino, haciéndose presente de modo real, con su Cuerpo donado y su sangre derramada.

Durante la última Cena, los apóstoles fueron constituidos ministros de este sacrificio de salvación. A ellos les lava los pies, invitándolos a amarse unos a otros como El nos ha amado, dejándonos en herencia una fortuna que malgastamos cuando dejamos de amarnos.

Comenta el dominico, poeta y místico español Fray Luis de Granada (1504-1588), que fue como si el amor de Cristo hubiera estado, hasta entonces, detenido y apresado, y sólo hoy le abrieran las compuertas y le dieran licencia para llegar hasta donde quisiera. Todo era ya posible en esta víspera de morir. En torno a él, doce aldeanos rudos y duros de pensamiento que le miran sin atreverse a creer que están asistiendo a las horas fundamentales en la historia de la humanidad. Quieren estar alegres, ¡porque están celebrando una fiesta!, pero algo estrangula sus corazones. Quieren entender, pero saben muy bien que cuanto está ocurriendo les desborda. La muerte gira sobre sus cabezas.

Aquel cordero sacrificado sobre la mesa evoca horas hermosas pero también terribles. Pero esta noche no sólo rememora cosas pasadas, sino que parece anunciar algo nuevo y asombroso. Dos de los trece reunidos morirán antes de que pasen veinticuatro horas. Y uno de ellos lo sabe. Pero todos perciben que el aire que se aproxima está cargado de violencia.

Esta noche Jesús les dice a sus seguidores: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor y tienen razón, porque lo soy. Si yo que soy el Señor y el Maestro les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13, 14-15). “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12).

San Camilo de Lellis había fundado una especie de cátedra para la asistencia a los enfermos, primero en el hospital “Sancti Spiritu” y después en el de la plaza de la Magdalena en Roma. Daba lecciones prácticas, y hacía realizar ejercicios para cerciorarse de que los alumnos habían entendido. A veces no podía dejar de gritar: “¡Más alma en las manos, más alma!” Podríamos traducirlo libremente, y respetando su pensamiento: “¡Más corazón en las manos!”. Actualizar el “mandamiento nuevo” es eso: es poner más corazón en lo que hacemos y damos.

La Madre Teresa de Calcuta ha sido en nuestro tiempo la persona que vivió en grado máximo y heroico, el mandamiento del amor que Jesús nos deja esta noche. Los pobres. Los que tienen el alma de pobres, los que ponen toda su confianza en Dios, los que no se dejan atrapar por los bienes materiales de este mundo son en verdad misericordiosos, pacientes, limpios de corazón, perseguidos por la justicia y amantes de la paz. Ellos son los que todavía comparten aún lo poco que tienen.

¿Queremos testimonios? He aquí algunos que presenta la Santa de Calcuta: “Alguien llamó a la puerta de la Casa Madre. Era un leproso que temblaba de frío. Le pregunté si quería algo de mí. Le ofrecí alimento y una cobija para que se protegiera del frío de la noche. Pero aquel hombre rechazó la comida y la manta. Entonces me mostró el cestito que utilizaba para mendigar y me dijo en bengalí: “Madre, la gente dice que le han dado un premio muy importante se refería al Nobel de la Paz- y esta mañana decidí traerle las limosnas que recogiera durante el día de hoy. A eso he venido”. Este indigente de corazón amplio, encarna el “sin medida” del auténtico amor. Quien es testigo del mandamiento del amor no se reserva nada. Porque la generosidad perfecta no está en dar, sino en darse. Cuando se da algo, siempre queda parte que no se da. Pero cuando se da uno a sí mismo, ya no queda nada que dar. Como se ve, la generosidad y el amor caminan a la par. ¿Cómo será de grande la generosidad? Cuanto sea de grande el amor.