La mañana del 27 de marzo de 2008, el dirigente Luis D"Elía, protagonizaba un momento de inflexión de lo que hoy llamamos los discursos del odio. "¡Odio a la oligarquía, odio a los blancos, odio tu plata, odio tu historia, odio tu casa, odio tu auto…! le gritaba a su interlocutor Fernando Peña. A partir de allí, la clase dirigencial en general, salvo honrosas excepciones, fue devaluando la palabra y amontonando odios. Una preocupante espiral ascendente de violencia verbal, se fue adueñando de los discursos, de uno y de otro lado de la grieta. 

LA PRIMERA VÍCTIMA, LA PALABRA

El lenguaje, la palabra, son invenciones creadas para exteriorizar nuestros pensamientos y comunicarnos entre los humanos. Es un extraordinario vehículo natural de comunicación. Por eso se dice que la palabra está cargada de destino. Puesto en palabras el pensamiento, rápidamente sale al encuentro del otro. La palabra se escucha, se acoge, se celebra. De allí que esencialmente, en la palabra habita el encuentro y el diálogo. Nada más alejado de ello cuando la palabra se utiliza para ofender, agraviar o humillar.

UN SENTIMIENTO AUTODESTRUCTIVO

"El odio, probablemente sea el único sentimiento que no prescribe". La frase que pertenece al actor Ricardo Darín, fue pronunciada en Venecia en la presentación de la película "Argentina, 1985" (03/O9/2022). Inquietante expresión, que tiene su lógica y razón de ser. El odio se opone al amor y es su peor contracara. Luego, tiene tanta razón de mal cuanto de bien tiene el amor. Y así, como quien ama al prójimo, lleva en su ser la impronta del bien, quien odia lleva tatuado en el alma el germen del mal. Y lo que es peor, quien odia se rebela contra sí mismo porque el ser es ontológicamente bueno, solo porque es. 

Es cierto que el odio suele ser un dardo venenoso hijo predilecto de la soberbia y la envidia que se traduce en una vehemente repulsa hacia alguien. Pero a quien primero daña es a la persona del odiador. La repugnancia violenta que provoca el odio al punto tal de desearle algún daño al otro, primero perjudica al sujeto que alberga tanta hostilidad. El odio en ese sentido es, ante todo, violencia contra uno mismo, al privarnos deliberadamente del amor y del bien del que somos capaces. No son estas carencias inocuas para el ser humano. El ser es bueno en cuanto tal y odiar siempre será la peor de las violencias contra uno mismo. Quien odia lo sabe o por lo menos lo intuye. La carencia de bien se traducirá en una infelicidad creciente que le llevará a aumentar su aversión. Cual círculo vicioso del que no puede salir. Eso tal vez explique su obsesiva hostilidad hacia los demás o alguien en particular. ¿Quién puede ser feliz deseándole el mal al prójimo, o alegrándose de sus males?

UNA CADENA HERIDA

El odio es un sentimiento individual que nos hiere a todos como comunidad de hermanos. Un dato sociológico y existencial explica esto. Somos seres sociales por naturaleza. Tan así es que el verbo vivir para el ser humano, se conjuga de una sola manera: convivir. No hay forma de vivir sino es junto a otros como una cadena de seres deudores los unos de los otros. Este solo hecho genera lazos de caridad entre todos. Por eso, pienso que siempre será más fácil amar que odiar al otro.

Ahora bien, la caridad o amor al prójimo conlleva exigencias concretas que deberíamos intentar recorrer para sanar las heridas de esta cadena: -la afabilidad y delicadeza en el trato social; -el dominio del propio temperamento; -el uso adecuado del lenguaje en clave de caridad; -el respeto a la vida privada ajena, -el respeto a las opiniones, creencias y cosmovisiones de todos, especialmente de quienes piensan distinto; -la generosidad para la comprensión y el perdón; -la apertura y la donación para el encuentro. Un camino necesario para recuperar el valor de la palabra y prevenir o procurar la prescripción del odio en las relaciones humanas.

 

Por Miryan Andujar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo