El Covid-19 hizo que plazas públicas, calles, salas de cine, salones de baile, bares, bibliotecas y escuelas quedaran desiertas.

El cambio ocurrió con sigilo. El cuerpo humano no puede defenderse porque las alarmas de la invasión suenan con retraso. El coronavirus atraviesa la aduana del cuerpo, el espacio y el tiempo, como lo hace con la membrana ocular, el aparato respiratorio y los órganos que usamos para alimentarnos. Invade casi todos los sentidos y con ello las certidumbres: desde que apareció no hay quien pueda precisar sus alcances.


El Covid-19 interviene el cuerpo humano, lo subvierte, a veces incluso lo desintegra. Por obra suya el cuerpo deja de ser autónomo, lo obliga a concebir nuevas distancias, lo convierte en bomba ambulante, lo reconfigura como una amenaza contra otros cuerpos. Nos convierte en criminales silenciosos para nuestra propia especie.


Las convenciones del contacto humano difícilmente volverán a ser las mismas. No hay sana distancia sino distancia artificial, una separación impuesta a partir de la desconfianza hacia el otro.


La intimidad está sometida a una prueba injusta porque la proximidad de los cuerpos y los fluidos ha sido limitada. Hoy, los desconocidos se saludan de mano y los amigos se besan al despedirse solo en los filmes y en los programas de televisión.


El 2020 será recordado como el año en que nuestros cuerpos se volvieron digitales; cuando acudimos a la primera fiesta celebrada dentro de una pantalla plana, cuando el cibersexo se puso de moda o cuando abuelas y nietos resolvieron la distancia generacional por obra de las plataformas.


Mientras tanto, el Covid-19 se pasea fuera de nuestras casas con una libertad vedada para la mayoría de los seres humanos. Cruzó por mar y por tierra, viajó por avión y por barco, atravesó cuanta frontera artificial los seres humanos habíamos montado.


Este virus iguala porque no discrimina geográficamente: es una enzima paradójica porque crece y reduce, a la vez, las distancias de lo humano.


Los lugares físicos han sido desertados durante la pandemia: plazas públicas, calles, salas de cine, salones de baile, bares, bibliotecas y escuelas. Y, sin embargo, mientras el espacio tangible entró en cuarentena, los espacios intangibles -públicos y privados- se apoderaron del planeta.


El teletrabajo, la teleeducación, las clases de cocina, el fitness, las lecciones de yoga, los funerales y miles de eventos de la noche a la mañana se volvieron actividades colonizadas por la tecnología digital. Los mercados sin fricción, profetizados hace más de una década por Bill Gates, se masificaron en unos cuantos meses.


El primer síntoma de la anomalía fue la descompostura de los rituales cotidianos. Sufrieron disrupción los horarios del sueño, el trabajo y la alimentación, también los dedicados al ocio, los afectos o el deporte; más importante aún es que los eventos definitorios de la memoria de largo plazo -el cumpleaños de la madre, la graduación de la hija, el funeral del abuelo- tengan ya tan poco que ver con las costumbres del pasado.


Por obra del coronavirus, la humanidad cruzó un umbral y, desde entonces, no hay regreso. No es la primera vez que sucede: el descubrimiento de América, la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki o la llegada a la Luna son algunos ejemplos de diques temporales impuestos para que el pasado no se desborde sobre el presente.


La pandemia hace lo mismo respecto al futuro: lo aparta del presente. El futuro próximo se derritió ante nuestros ojos. El futuro ha dejado de ser lo que era.

Por Ricardo Raphael 
Periodista, académico y escritor.
(Extractado del Washington Post)