Se considera que para atacar el tema de la trata de personas, los Estados deberían legislar para criminalizar a quienes se aprovecha de esta práctica.

Es una ignominia aún tan presente en todo el mundo: mujeres compradas y vendidas como esclavas del sexo. La trata de seres humanos, antes de manifestarse como un gran negocio para las organizaciones criminales, es un habitus mentis. ¿Qué quiero indicar con ello? O sea, existe un modo de pensar el más débil como algo del que puedo sacar máximo provecho sin escrúpulo alguno. Poco o nada de recompensa a cambio de explotarlo. 


Se calcula que son unos 40 millones las personas en el mundo que padecen modernas esclavitudes, principalmente mujeres y adolescentes. Una de cada cuatro, son menores de edad. El 60% son envueltas en las pestilentes redes de la prostitución. El 29% en la trata laboral. Otro porcentaje de niñas aún son obligadas al matrimonio forzoso.


Miles de mujeres jóvenes provenientes de países pobres, con el engaño de algún empleo seguro en un bar o discoteca, son luego sometidas a la satisfacción sexual callejera. Es el trágico camino con ilusión de libertad y realización, pero que queda trunco.


No podemos olvidar que el régimen de esclavitud ha sido pensado por milenios como algo normal, casi una necesidad social. En la antigüedad griega y romana los esclavos eran indispensables para satisfacer las necesidades cotidianas de las más variadas. Llegaron después los tiempos modernos donde el grito del esclavo se hizo sentir en aras de su autonomía. 


Sin embargo ha habido y hay resistencias para los buenos cambios. Hay países de África que abolieron la esclavitud recién después del 2001. Basta pensar en la actitud cerrada de castas de diversos países asiáticos y la condición de la mujer a quienes se les quita infinitas posibilidades. O aquellos grupos humanos que desean cambiar de religión, convertirse al cristianismo por ejemplo, y les viene prohibido. Y qué decir de la plaga del trabajo infantil, del turismo sexual y aún de niños puestos en venta secretamente. Hay trata de personas cuando para no hacerles faltar el pan a los hijos, una mujer termina en una peligrosa red de prostitución. En la dramática crisis económica que vivimos, retorna la tentación diabólica de considerar el cuerpo de la mujer "crucificada" como mercadería a tasar en un consumismo inmoral. No pocas veces acompañada de la amenaza, el pánico, la retención de documento y celular y otras formas de violencia.


Quien genera la demanda, el cliente, comparte personalmente la responsabilidad del impacto destructivo de su comportamiento sobre otros seres humanos. Por eso los Estados debieran legislar sobre el particular: deberían criminalizar a quienes se aprovecha de la prostitución o de otras formas de explotación sexual. Lo han hecho algunos municipios como Florencia y Ravenna, en Italia. El papa Francisco definió a los clientes como "criminales que torturan a las mujeres". Y con su distinguido coraje sostuvo que "Las mujeres que se prostituyen son esclavas y sus clientes son cómplices de los esclavistas".


Pensemos un remedio al problema. No vale decir "dejemos para otro día" el tema. Tenemos urgencias que atender. Un buen cristiano siente las carencias del débil como algo propio. Nada auténticamente humano le es ajeno al corazón del cristiano (Gaudium et Spes n 1).

Por el Pbro. Dr. José Juan García 
Vicerrector de la Universidad Católica de Cuyo