Todo empezó con Tomás Moro. Un inglés heroico que nació en 1477 y estudió en Oxford. Ocupó el cargo de canciller del Reino Unido y fue un fecundo escritor acerca del arte de gobernar. Junto a Juan Fisher, por oponerse al rey Enrique VIII en la cuestión de la pretendida anulación del matrimonio, fueron decapitados en 1535. Mucho antes que Moro, podemos encontrar los mitos de la Edad de Oro presentes en Hesíodo y Homero. Mejor aún en Platón, quien ofreció un retrato de una sociedad ordenada racionalmente, su República, donde gobernaban los filósofos.

Tomás Moro


Tomás Moro decidió un día enviarle una carta a Erasmo de Rotterdam e inventó la palabra utopía. Una palabra que nunca imaginó tendría tanto éxito. Cineastas, políticos, parlamentarios, oradores, pastores de varia gama, la fueron introduciendo en sus discursos y programas. Y esta vez, valió la pena, pues es una palabra feliz y luminosa. Tomás Moro la utilizó en el sentido negativo u-topos, o sea, "no hay lugar''. No hay lugar para la ciudad justa y armoniosa que la concreción histórica ofrece, pues siempre hay tensión en la sociedad, marcada por injusticias y olvidos. El significado negativo de la palabra utopía en Moro está indicando la flecha que define el rumbo del discurso utópico, pues el no-lugar es la afirmación del absolutamente otro, el encuentro plenificante con el otro. Moro propone un mundo tal como debe ser, en oposición al mundo que de hecho existe. Guarda similitud ese mundo, con el de las Ideas de Platón, donde la realidad no corre paralelo a las cosas sino que "son las cosas''.


El mundo insular de Tomás Moro es un mundo cuya capital es Amauroto, ciudad no visible; situada en los márgenes del río Anhidro, sin agua; sus habitantes son los Alaopolitas, sin ciudad; gobernados por Ademo, príncipe sin pueblo; y sus vecinos son los Acorianos, hombres sin tierra.


La utopía no se reduce a una mera ideología. Aquella la supera. La concreción histórica es una materialidad necesaria, pero la utopía persiste y no se deja atrapar tramposamente en los límites de las concreciones.


En la obra de Tomás Moro se afirma la idea de que los hombres poseen un valor en sí, sin necesidad alguna de distinguir a quienes nace en cuna de privilegio. La polaridad ricos-pobres es injusta. Es posible organizar un Estado feliz y justo, con un auténtico líder a la cabeza.


En la Utopía de Moro, la educación ocupa un rol significativo. Pero en lugar de bibliotecas y libros, hay reuniones, debates, cambio de opiniones y se evita sí el aislamiento de la escritura y la lectura y se realiza algo más comunitario.


Ninguna utopía ha logrado influencia en el curso de la historia por su realismo sino, más bien al contrario, por la negación de lo real instituido y lanzar flechas de posibilidad hacia el futuro. Aquí radica su "mística''. Aquí el atractivo. El filósofo Peter Sloterdijk, hablando sobre el estado de salud de las utopías en el siglo XXI, advierte: "Las utopías colectivas se ven reemplazadas por utopías individuales. Y la utopía individual tiene otro nombre menos bello pero también muy eficaz: el éxito. Es necesario preguntarse si la cuestión de las utopías no es simplemente más que el seudónimo actual de esa búsqueda radicalizada, de nuestro tiempo: la caza del éxito''.


No podemos olvidar a una figura de primer orden: el papa Francisco. Con una propuesta genuina que brota del evangelio vivido, el papa ha renovado el ideal cristiano, volviéndolo imperativo de amor por el débil. Un líder religioso, pero capaz de acercar La Habana con Washington y terminar con décadas de bloqueo, capaz de tender puentes entre turcos y armenios, distanciados desde el holocausto armenio de principios de siglo pasado. Capaz de fraternizar con miles de jóvenes en Panamá, diciéndoles que el "derecho al futuro'' es también un derecho humano.


¿Sería demasiado utópico pensar en la Cultura de la Misericordia? El mundo no se salvará sino por el amor compasivo. Alguien tiene que romper el círculo vicioso de la autoreferencialidad: uno mismo. ¿Es posible la utopía? Sí que lo es, porque el buen Dios nos ayuda a desempolvar ideales. Porque el rostro del otro nos espera, pero libres de intereses egoístas.

Por el Pbro. Dr. José Juan García
Vicerrector de la Universidad Católica de Cuyo.