Atraídos o subyugados por las cosas de nuestro presente -el trabajo, la escuela, la economía, las cuestiones políticas, etc.- frecuentemente nos pasa que olvidamos que somos peregrinos. Estamos de paso. Venimos de las manos de Dios y vamos hacia ellas. Probablemente no se niega rotundamente que existan cielo e infierno, pero poco lo tenemos presente en el día a día. Y sin embargo, nada importa más que la salud espiritual capaz de conducirnos a la eternidad, reino de la presencia de ese Dios que nos busca y ama "para siempre". "Busquen el Reino de Dios y su justicia; lo demás le vendrá por añadidura", nos dice el evangelio. Escritores, filósofos y teólogos han hablado extensamente de las cosas últimas. Nos detengamos por hoy en la palabra infierno.


Juan Pablo II en Cruzando el umbral de la esperanza hablaba de los "infiernos temporales" (las atroces cámaras de gas o las prisiones de Siberia por ejemplo), pero agregaba que ello, en nada resta fuerza a la realidad del más allá en plena soledad y sin amor, de quien ha elegido vivir con la mano levantada contra Dios y sus hermanos.


No falta quien lo considera la expresión "infierno" propia de un tiempo paleolítico ya superado. El filósofo Jean-Paul Sartre (1905-1980), proclamaba que "el infierno son los otros", o sea el prójimo cruel, quien al mirarme, me juzga y cosifica. Hay quien, por el contrario, afirma citando el poema editado póstumo (1886) El fin de Satanás de Víctor Hugo (1802-1885), que "el infierno esta todo entero en esta palabra: soledad", la cual es el campo de juego de Satanás. 


Está también la fundada convicción del filósofo americano William James (1842-1910), según el cual "el infierno del que habla la teología no es peor de aquél que nosotros nos creamos en este mundo". Y veamos, efectivamente, cómo con la Gracia divina vivida en nosotros ya se experimenta el paraíso de la salvación, siquiera embrionariamente. Se debe ser consciente que, si es verdad que inmensa es la misericordia de Dios, superior no sólo al pecado, sino a la misma justicia, como ya enseñaba también el Antiguo Testamento (cfr. Ex 20,5-9; 34,6-7), es también verdadero que existe la libertad humana, tomada en serio por Dios. Él la respeta hasta sus extremas consecuencias. Y una de las posibles consecuencias es aquella del rechazo radical y total del bien y del amor. 


Ahora bien, si leemos atentamente la Escritura, sabemos que es central un símbolo para representar el infierno: el fuego.


El verdadero significado del fuego del infierno refiere a un modo expresivo e incisivo para escenificar el juicio divino sobre el mal. Dios es fuego de amor, ciertamente, pero también el fuego que quema las manos de quien se aferra obstinadamente en el pecado grave.


La Gehena es así el símbolo del obrar justo de un Dios libre dispuesto a derrotar el mal. En este sentido tenía razón el escritor francés Georges Bernanos(1888-1948) cuando, en su novela Monsieur Ouine(1946), decía: "Se habla siempre del fuego del infierno, mientras el infierno es frío", porque es la falta del fuego benéfico del amor. Es la absoluta y trágica soledad; sin Dios, sin hermanos, sin el calor del amor.


Y es la eternidad del amor lo que Dios quiere para nosotros. ¿Por qué no abrir el corazón a semejante oferta?



Pbro. Dr. José Juan García
Miembro Honorario de la "Junta de E. Históricos de San Juan".