"Pensar como medida antes de hablar”… Esta frase perdida en la más remota época de la oratoria clásica podría regir hoy nuestra existencia para convertirnos en dueños de nosotros mismos y de nuestras acciones. El ser humano necesita meditar porque eso lo lleva a medir lo que expresa. El mismo verbo pensar proviene del latín "pesare” que quiere decir pesar, es decir, tomar el peso de la palabra y llenarla de significación y de buenas intenciones dirigidas desde la más noble convicción a la más correcta persuasión movilizadora.
No existen seres abstractos sino individuos con sentimientos, ideas, cultura propia. Es el ser político y social de los antiguos. Ese hombre en permanente contacto con otros, en el cual las relaciones humanas con su intercambio primordial en el ámbito de la familia o en el trabajo, constituía la base sólida de la sociedad.
"Habla para que te vea”; "Habla para que te conozca”… Y estas dos verdades de Séneca debieran acompañarnos hoy para hacer de niños, jóvenes y adultos, hombres de profundidades y no seres que repiten una y otra vez vocablos de mal gusto, groseros, con un contenido violento que llevan junto al acto de habla una manifestación virulenta que asusta y provoca temor.
Los sociólogos, espectadores de otras realidades, tendrían que dirigir su visión científica inteligente a esa multitud anónima, heterogénea y vasta que presenta mutaciones y cambios dignos de ser tomados en cuenta porque corrompen nuestra identidad, lastima nuestras esencias.
No es esto falsa moral ni tampoco hipocresía, sino normas de comportamiento que apelen a crear conciencia sobre el rol fundamental de trabajadores, profesionales y alumnos.
La palabra violenta engendra mayor violencia: destruye, corroe, desintegra y crea prácticas perniciosas y hasta malévolas que llenan especialmente a la juventud de odios innecesarios, de impulsos estériles, de pensamientos pesimistas.
"Y en el principio era la Palabra”… En los textos bíblicos el poder del lenguaje como sinónimo de creación da a lo verbal su sentido más amplio y su más perfecta sintonía.
Somos la construcción de nosotros mismos y en nuestro lenguaje vamos dejando la impronta de la herencia recibida, del legado ancestral al que no hay que renunciar porque se traiciona nuestra base histórica.
El hombre vive en sociedad, pero en realidad se mueve frente a una realidad cambiante, influida por la exposición desmedida a los medios de comunicación y a la cibernética.
Si bien las generalizaciones son peligrosas, hasta el más simple de los mortales recibe estímulos negativos canalizados en un lenguaje "substandar", o proscripto (malas palabras). Estos ejemplos tomados por el imaginario colectivo como estereotipos o modelos cotidianos, no obedecen a principios elevados sino que emanan de fuentes referenciales tan vulgares y poco cultas provenientes generalmente de la jerga farandulera, no refiriéndonos en este caso a auténticos artistas o buenos conductores.
No hablamos de todos los medios sino principalmente de la televisión que resume contenidos repetitivos donde las mismas imágenes se transmiten una y otra vez en horarios distintos y dentro de la protección al menor,
Los temas triviales, las historias absurdas atrapan el foco de atención con personajes desvaídos que no representan a los argentinos; más bien, carecen de sustancia e incitan a los bajos instintos llevando al grupo de riesgo de mayor contacto mediático (niños y adolescentes) a imitaciones que provocan similares conductas dentro del colegio y la familia.
Nada es tan lineal ni exacto en la órbita de lo humano pero en una mirada abarcativa basta con contemplar los programas televisivos y oír algunos radiales para darnos cuenta que esta situación nos está llevando a la inercia, el silencio cómplice donde el miedo de prohibir nos hace débiles sin proyectar las bondades del idioma tan rico en vocablos y tan colorido cuando la imaginación y el buen gusto vienen a poblar la mente sin llenarla de oscuras frases.
La simpatía y la actitud empática (ponerse en lugar del otro) son acciones que el buen hablante debe ejercitar siempre, en todo momento; en cada ocasión que sea propicia para convencer, persuadir, ejercer una profesión o conseguir un empleo; en fin, actuar en sociedad con solvencia y capacidad naturales.
Las buenas costumbres y el lenguaje correcto forman la imagen personal. Aprender a escucharnos a nosotros mismos y a los otros debe ser una medida a seguir, si queremos paz interior y éxito en nuestros emprendimientos.