Los gobiernos, las instituciones y las sociedades no tienen la velocidad de transformarse que ofrece la economía. Quince años atrás, el surgimiento con fuerza de potencias regionales, como China, la India, Brasil, sumado a la recuperación de Rusia y la primacía de los Estados Unidos, impulsaron un crecimiento de la economía global. 

Así, países como los sudamericanos, encontraron en este nuevo escenario mundial una posibilidad de recuperación económica que fue aprovechada por sus gobiernos que construyeron, redistribución mediante, grandes movimientos nacionales que dieron contención a colectivos sociales y que les permitió reconocer y otorgar derechos y beneficios.

Pero luego la época se terminó. Vino la caída generalizada del valor de los commodities y la nueva realidad encontró a los Estados completamente sobredimensionados. Una de esas nuevas potencias regionales, China, había ganado la pulseada en la competencia entre los poderes emergentes y se convirtió en un jugador global, comenzando así un mundo nuevo.

Ahora, con un comercio global en pie de guerra, regiones como la nuestra, otrora beneficiadas, se encontraron con que sus recursos ya no valían lo mismo y que no supieron -o no quisieron- aprovechar la bonanza. Creyeron que el escenario favorable sería eterno.

De esta forma, los Estados sudamericanos fueron perdiendo las balanzas comerciales favorables y disminuyendo su capacidad recaudatoria, proceso que en la Argentina comenzó en 2008. Ante el nuevo contexto, los gobiernos fueron compensando las pérdidas con una cada vez mayor presión fiscal y recurriendo al endeudamiento externo, hasta que, agotados, debieron comenzar a eliminar subsidios y beneficios. 

La combinación de presión fiscal y pérdida de beneficios fue un cóctel difícil de digerir para las sociedades, lo que se sumó a las debilidades particulares de cada uno de los países, como la desigualdad social en el modelo chileno, la pérdida de la calidad institucional en Venezuela o el agotamiento de la figura de Evo Morales en Bolivia.

Lamentablemente, en los últimos días hemos visto como la repuesta ante la lógica disconformidad termina siendo la revuelta popular. Expresada con virulencia en Ecuador, tras sacar los subsidios a los combustibles, como generalizado levantamiento social en Chile, tras la suba del boleto del subterráneo aplicable a los horarios picos, e impredecible todavía en Bolivia, tras conocerse el triunfo de Morales, envuelto por denuncias de fraude y fuertemente cuestionado en un informe de la OEA.

En ningún caso lo que aparece como la motivación inicial es la justificación de las rebeliones sociales. Las causas reales son muchas más profundas. En Chile, por ejemplo, la sociedad exige la democratización de la educación, las mejoras y el acceso al sistema de salud, la baja del costo del combustible, la electricidad y el agua potable, un alza generalizada de las jubilaciones, la disminución del sobredimensionado presupuesto de Defensa y una considerable rebaja del sueldo y de los beneficios de la clase política.

Exceptuando este último, espinoso de medir, los demás están mejor resueltos en la Argentina. Los costos de los servicios y del combustible son mucho más altos en Chile, la privatización del sistema provisional trasandino no parece poder ofrecer mejoras y, si bien la economía chilena es bastante estable -con crecimiento sostenido, sin inflación, con un crédito internacional blando y que venía sacando sectores sociales de la pobreza-, es dificultoso corregir la enorme desigualdad histórica que aquella sociedad tiene.

Mientras tanto, las manifestaciones, incluso con motivaciones similares, también alcanzan distintos puntos del planeta. Y es que, por diferentes devenires, muchas sociedades han hecho alzar su vos, por ejemplo algunas sociedades islámicas, que parecen estar viviendo ahora el “Otoño Árabe”.

La situación del Líbano es la más llamativa por el ingenio del Estado para pretender cobrar nuevos impuestos. Allí, el primer ministro Saad Hariri, necesitado de divisas, y a la espera de recaudar más de 250 millones de dólares anuales, decidió ponerle un gravamen a las llamadas telefónicas mediante internet.
Así nació el “impuesto al whatsApp”, que también alcanzaba las comunicaciones vía “Facebook Messenger” y “FaceTime” de Apple, con un monto de 0,20 centavos de dólar diario, lo que significó la cima del hastío y que la sociedad se lanzara a la calle.

Ahora los libaneses no solo rechazan el impuesto, sino que exigen mejoras en los servicios de luz eléctrica y agua potable, acabar con la corrupción endémica, que el país sea gobernado por tecnócratas expertos, disminuir la intromisión de Hezbolah en la vida política del país y una rebaja del sueldo de los políticos. Es decir un cambio radical y cultural.

En Sudán, tras grandes manifestaciones callejeras y la presión del ejército, dimitió en abril pasado el presidente Omar al Bashir luego de treinta años en el gobierno. A partir de ese momento, el país comenzó a ser conducido por un Consejo Soberano integrado por juristas, líderes activistas y presidido por el teniente general Abdel Fattah Abdelrahman Burhan.

También en Argelia una rebelión popular logró, inicialmente, cambios políticos. Pero, tras la caída del presidente Abdelaziz Buteflika, se inició un proceso de “gatopardismo” en el país que llevó a decenas de nuevas marchas populares que exigen la renuncia del nuevo gobernante, el veterano general Ahmed Gaid Salah, que pretende celebrar elecciones, pero controladas por la misma gente que acompañó a Buteflika.
Gaid Salah, lejos de pacificar, enardeció a la sociedad al encarcelar a líderes de la oposición, como Karim Tabbou, Samir Berlabi y Fodil Bumala, a los que se los acusa de atentar contra la unidad nacional y la “la moral del Ejército”.

Pero solo lo ocurrido en Iraq supera en gravedad los sucesos de Ecuador y Chile. En ese país, en las últimas semanas, se comenzaron a vivir graves episodios de violencia en el marco de una sucesión de paros y marchas en las principales ciudades. Los manifestantes exigen la restauración de los servicios básicos, piden por trabajo y el final de la corrupción, lo que ha sido respondido por el gobierno con una constante represión que ya ha arrojado más de cien muertos.

El fenómeno de los Estados empobrecidos y el capital internacional fortalecido, a partir de las manifestaciones de sociedades justamente demandantes, está en revisión. Parece ser el inicio de una época donde las rebeliones populares, de Hong Kong al Líbano y de Francia a Chile, han llegado para quedarse.

La solución a la pobreza de los Estados ya no puede ser una mayor carga impositiva, y mucho menos el impuesto a una aplicación digital que facilita la vida de las personas, como wahtsApp. Por las dudas, mejor no difundir tanto lo acontecido en el Líbano, no vaya a ser que brinde ideas por estas latitudes.