A ver. Usted se deprimió. Nadie se explica por qué. Está en la flor de la edad (38), casada, tiene tres preciosos hijos de 15, 13 y 7 años, y un marido trabajador y honesto -que no es poco-. Es maestra, y tiene la enorme suerte de ser titular en dos cargos. Después de darle muchas vueltas al asunto ("yo no estoy loca", "me llenará de remedios", "no me gusta ventilar mis cosas con un extraño"), usted saca turno con el psiquiatra.

Debe reconocer que el médico le cae bien. Le da un fuerte y tranquilizador apretón de manos y le sostiene una mirada cálida y comprensiva. La deja ambientarse (lindo lugar: cuadros alegres en las paredes, un discreto sahumerio perfuma el aire) y dispara: "¿En qué puedo ayudarla?", y como si hubieran oprimido algún recóndito gatillo de su alma, usted vomita casi sin respirar toda su angustia y su opresión largamente contenidas.

La flor de la edad no lo es tanto: ha comenzado a engordar, está llena de celulitis, no tiene voluntad para hacer dieta, ni tiempo para gimnasia. Le duelen los huesos y se resiste a ir al reumatólogo. Su honesto y trabajador marido es, además, un hosco sujeto que llega a las 21, come en silencio y se enfrasca en ESPN hasta la hora de dormir. ¿Intimidad? Ya casi no recuerda la última vez. Jueves truco, viernes paddle y asado con los amigos. Sábados a comer con sus padres, domingos con los suegros. Salidas solos: no sabe, no contesta.

Sus preciosos hijos están, los dos mayores, en la edad del pavo. Su respuesta a todo es no (bañarse, hacer deberes, ayudar en la casa). El menor, hostigado por los mayores, rompe todo, grita, todavía se hace pis en la cama.

Su maravilloso trabajo en doble turno implica saltar a las 6.30 de lunes a viernes, preparar desayuno, mandar chicos al colegio, y estar a las 8 en la escuela. Los alumnos vienen cada vez más difíciles, y éstos de la mañana -6º grado- son indisciplinados preadolescentes que, cuando los reta, la desafían: "le voy a decir a mi mamá que usted me acosa". A las 12.15 sale disparada a buscar a los chicos, sirve el almuerzo, come parada dos o tres bocados y corre a la escuela de la tarde: 2º grado. Los pobres niños no entienden nada, porque su maestra de 1º faltó todo el año, y tuvieron cuatro suplentes distintas. La directora la persigue, y la supervisora pontifica: "no se está esforzando lo suficiente".

A las 17 vuelve a casa exhausta, dolorida, disfónica, nerviosa, y encuentra a sus hijos viendo la tele, sin hacer nada de lo que ella indicó. Pero no tiene tiempo de retarlos, porque debe ponerse a corregir pruebas y planificar para el día siguiente. A las 21 llega "él" y se sienta a comer. Por suerte este trámite es rápido, porque usted alcanza a deslizar dos comentarios de su día que él no registra, y sus hijos apenas se tiran unos cuantos panes antes de que él diga ¡basta! y todo quede en silencio. Luego levanta platos, lava, ordena, llena el lavarropas, termina de ver los deberes de los chicos y prepara el almuerzo del día siguiente. Completa la planificación que no pudo concluir antes de la cena, y como ya es casi la una, se acuesta. Mañana se levantará 10 minutos antes para bañarse: está muy cansada ahora.

El psiquiatra aprovecha que usted rompe en llanto y necesita sonarse la nariz para preguntar: "¿Y qué hace en su tiempo libre?". Usted lo mira sin entender. ¿A qué hora? ¿Con qué ganas?

El sahumerio se ha consumido, y el tiempo de la consulta también. El médico decide recortar por donde puede: el trabajo. Con muy buen tino, tratándose de una mujer joven, decide no indicarle psicofármacos. Tome tecitos de tilo y venga a terapia una vez por semana. Como su cuadro es ambulatorio, vamos a pedirle una docencia pasiva: usted puede ir a trabajar, pero no con niños. En 90 días vemos.

Usted está feliz. De repente tiene ¡tiempo! Recuperó sus tardes. Eligió pilates. En las escuelas hace trabajo administrativo, y su mente descansa de la carga de manejar 80 niños diariamente. Sabe que tendrá que volver en unos meses, pero este tiempo le ha servido para replantear sus prioridades: lo que no puede cambiar, decide tomárselo de otra forma. Los intentos de diálogo van surtiendo efecto. Logra que él se quede en casa mientras va a tomar el té con sus amigas. Su cambio de actitud relajó a los niños. Los ha sorprendido riéndose juntos y cooperando con las tareas.

Después de todo, a lo mejor no era una depresión. El psiquiatra le dijo algo de "agotamiento psicofísico", "stress vital". Lo más cómodo era tomar un antidepresivo y entrar antes de los 40 en una dependencia muy difícil de cortar. Por suerte este médico estudioso, actualizado, prudente, supo orientarla ofreciéndole decenas de opciones diferentes.

Ahora tiene un problema: la Junta Médica no le cree. Investigaron su historia clínica. Cruzaron datos y vieron que no toma medicación. Sospechan de su médico. Amenazan con suspenderlo. Tal vez le levanten la docencia pasiva y la envíen de nuevo a la locura del doble turno antes de su completa recuperación.

En fin, usted decide escribir una carta al diario. Que el público opine en esas encuestas "online". Tal vez sugerir un cruzamiento de datos con piletas cubiertas, institutos de yoga y gimnasia. Con psicólogos y kinesiólogos, y hasta ¡masajistas no universitarios! Que manden inspectores al parque, a ver cuántos deprimidos encuentran su terapia simplemente en caminar bajo el oxigenado verde. Que crucen datos con los cafés, donde comparten sus penas tantas amigas deprimidas por lo mismo. En esa carta usted manifiesta su impotencia, porque la tratan como una irresponsable mañosa que no quiere trabajar. Cuando en realidad ¡usted daría todo por no tener esa angustia que le oprime el pecho y no le permite dejar de llorar!