Cada tanto aparece algún comentario o duda respecto del aporte que reciben las diócesis de el Estado Federal, mal llamado "sueldo de los obispos”, o de algunos beneficios que llegan a parroquias de frontera o de lugares desfavorecidos de la Iglesia Católica. En la mayoría de los casos, gente de buena fe o hasta católicos de toda la vida, se preguntan el por qué de esta relación y suponen la existencia de alguna preferencia respecto de otros credos o aun de las personas no creyentes o de las modernas ONGs.

Lo que el Estado hace con la Iglesia no es dar un subsidio sino una compensación mucho más baja de la que correspondería considerando la confiscación que en su momento dispuso el gobierno de Buenos Aires de Martín Rodríguez por sugerencia de su ministro Bernardino Rivadavia y que luego se extendió a todas las provincias. Mediante la ley de reforma del clero sancionada el 21 de diciembre de 1822 se declaró abolidos los diezmos que financiaban a la Iglesia y que son comunes hoy en países europeos como Alemania o Italia en que los contribuyentes pueden dirigir un porcentaje de sus impuestos de ganancias para financiar el culto a sus creencias.

Pero no todo terminó en eso. También aquél gobierno confiscó la totalidad de los bienes materiales con excepción de los imprescindibles para el oficio del culto, como los templos y sus adyacencias. La medida abarcó a congregaciones que llevaban siglos en lo que luego habría de ser Argentina y que habían sido destinatarias de numerosas donaciones. La mayoría de esos bienes fueron reducidos a dinero pero la decisión fue acompañada por el compromiso de que, en adelante, fuera el Estado quien sostuviera económicamente a la Iglesia.

De ahí que ese contrato quedara establecido y firme en el primer texto constitucional de 1853 en el preámbulo que hace referencia de pactos preexistentes y nada menos que en el artículo segundo, considerando que el primero es el que establece el sistema republicano de gobierno.

El texto del artículo 2 no tuvo modificaciones en las reformas de 1860, 1866, 1898, 1957 y la más reciente de 1994 no registrándose ningún debate ni objeción por los constituyentes más modernos, porque no se trata de una cuestión religiosa sino de un convenio que la nación se obligó a cumplir como compensación de un daño económico causado en los momentos de su primera organización.

Para dar una idea de la cuantía de lo que se apropió, hay que mencionar nada más que en Buenos Aires, el Hospital de Santa Catalina, los bienes del santuario de Luján y de las hermanas de la Caridad, las casas de los betlemitas y de las demás órdenes, los conventos de mercedarios y dominicos, las fincas de la Catedral y del Senado del Clero.

Pasaron a propiedad de la ciudad de Buenos Aires los terrenos en que hoy funcionan el gobierno de la Ciudad Autónoma (antes Intendencia Municipal), las manzanas de San Miguel, San Nicolás, San Ignacio, la vieja Casa de la Moneda, prácticamente todos los terrenos de lo que hoy es La Recoleta, San Francisco, Santo Domingo, la Merced y San Telmo; el sitio del antiguo Arsenal de Guerra, el Asilo de Ancianos, el hospital Rawson, el hospicio de las Mercedes, la Asistencia Pública y, en la provincia de Buenos Aires, las propiedades del santuario de Luján, Merlo, Santos Lugares, Avellaneda, San Pedro, Arrecifes, Moreno, Quilmes, Magdalena y otras. Lo mismo en las demás provincias.

El sostén económico, que debía ser total, se fue reduciendo con el tiempo para cubrir en la actualidad un monto que se entrega a las diócesis, equivalente a un porcentaje del sueldo del juez federal de primera instancia a más de alguna ayuda que se hace llegar a parroquias de frontera.

Si por alguna razón el Estado Federal decidiera cambiar ese contrato, debería cotizar el valor actual de aquellos bienes y reintegrar el resultado que, parece obvio, resultaría una erogación mucho mayor a la que hoy entrega. No sería mala idea restablecer el derecho a que los fieles de las religiones oficializadas en la Secretaría de Culto, pudieran derivar el diezmo de sus impuestos de ganancias a sus respectivas iglesias. Se evitaría así que los pobres curas, pastores o ministros debieran pedir limosna o cobrar las misas.

(*) Periodista.