La rebelión zapatista sacudió al mundo el 1 de enero de 1994, el mismo día en que entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA) entre Estados Unidos, México y Canadá. Los indígenas, ignorados durante siglos por el gobierno central, tomaron la plaza de San Cristóbal de las Casas, mientras las autoridades y las fuerzas policiales celebraban el año nuevo. Los zapatistas, con sus rostros cubiertos con pasamontañas y armados con rifles AR-15, proclamaron una "’revolución contra el capitalismo”.

Esa mañana del 1 de enero, fui despertado por una llamada del Miami Herald, pidiendo que me tomara el primer vuelo a México y como cientos de periodistas de todo el mundo, viajé a Chiapas. Era la primera vez que un hombre blanco -un revolucionario que fumaba en pipa, usaba pasamontañas negro y se hacía llamar "’subcomandante Marcos”- había logrado unir a los indígenas del sur para sublevarse contra el gobierno.

A diferencia de Fidel Castro y otros líderes guerrilleros, Marcos parecía un revolucionario humilde. Ocultaba su verdadero nombre, y aseguraba que recibía órdenes de un comité de comandantes indígenas. Los intelectuales del mundo se enamoraron de lo que el escritor mexicano Carlos Fuentes denominó "’la primera revolución del siglo XXI”, un símbolo del movimiento antiglobalización. Aunque la revolución zapatista dejó 145 muertos, miles de heridos y 25.000 refugiados, no pude evitar simpatizar con sus demandas de justicia social al ver pobreza en que vivían. Era obvio que el gobierno central no se preocupaba por ellos.

Meses más tarde, cuando entrevisté al subcomandante Marcos tuve un cuadro más claro de la jerarquía zapatista. Marcos estaba rodeado de indígenas armados a los que identificó como los comandantes zapatistas. Ellos lo escuchaban fascinados, claramente, Marcos no era un "’subcomandante” sino el súpercomandante. Después, bajo presión militar, los zapatistas firmaron un tratado de paz con el gobierno. Y Marcos -el ex profesor universitario Rafael Sebastián Guillén- desapareció, para reaparecer esporádicamente con manifiestos políticos y poemas en los diarios de izquierda.

Los zapatistas aún controlan varias comunidades en Chiapas y no aceptan muchos planes del gobierno para construir caminos, escuelas y hospitales. Afirman que están construyendo un socialismo indígena. Pero el mundo avanzó, y ellos se quedaron atrás.

Según datos oficiales, 20 años después de la rebelión Chiapas sigue siendo uno de los estados más pobres de México. En 2010, mientras la pobreza nacional era un 46%, en Chiapas llegaba al 78% y en San Andrés Larrainzar, una de las comunidades zapatistas más conocidas, la pobreza aumentó del 68,7% en 1990 al 81,3% en 2010.

Mi opinión: Marcos y los dirigentes zapatistas merecerían mucho más respeto si aceptaran la ayuda del gobierno para aliviar los niveles de pobreza de los indígenas. Al rechazar la ayuda, han puesto sus ambiciones políticas por encima del bienestar de los nativos. Se refugian en una utopía ideológica que ha dejado a todos más pobres que antes.