Hoy la Iglesia hace memoria del gesto divino cumplido el Jueves Santo. Aquel día, Jesús se sacó sus vestiduras, se ató una toalla en la cintura y comenzó a lavarles los pies a los Doce, invitándolos a realizar ese mismo gesto como expresión del amor que no se reserva nada para sí. En Roma conocí a un santo obispo que escribió un libro llamado "De la cabeza a los pies''.

Me pareció acertadísimo el título porque comenzaba reflexionando sobre la imposición de cenizas en la cabeza cuando comenzamos la Cuaresma y concluía con el lavatorio de los pies el Jueves Santo. "De la cabeza a los pies'' podría parecer un camino reducido a un metro y medio, dos metros para los más afortunados. En cambio es un camino muy largo, porque se trata de ir de la propia cabeza hasta los pies de los demás. Es un proceso de conversión de la mente y de servicio para caminar con otros.

El "champú'' del miércoles de ceniza indica la conversión interior que deberíamos haber realizado, para hacernos caer de rodillas, el Jueves Santo, a los pies de los pobres que debemos servir. Como el papa Francisco, que esta noche celebrará la Cena del Señor, lavando los pies a presos de la cárcel de Paliano, a 70 km de Roma, en "carácter estrictamente privado'', sin flashes, ni cámaras de televisión, como debe ser en verdad la transparencia del amor.

Para esto, es necesario desprenderse. A veces nos agarramos a Dios pero no nos abandonamos a él. "Agarrarse'' es una cosa, "abandonarse'' es otra. Cuando era chico aprendí a nadar y al inicio me parecía que me hundía. En ese momento el instructor pasaba al lado mío y me decía: "Vamos, estoy aquí, no te preocupes'', pero mientras yo me aferraba fuerte lleno de angustia y temor.

Era sólo un abrazo de miedo, no de amor. A veces hacemos también así con Dios. Nos agarramos, pero no nos abandonamos. Abandonarse equivale a dejarse acunar por Dios. Sólo quien vive el abandono puede dejar la mesa, y levantarse. No podemos desperdiciar la vida en larga "sobremesa'' de estériles narcisismos espirituales.

La fe no puede quedar reducida al perímetro de nuestras iglesias, conventos o colegios. Hay que levantarse y dejar que Jesús nos arranque de nuestros sagrados refugios o de aquel intimísimo acolchado donde las persecuciones del mundo llegan suavizadas por nuestros muros, donde no penetra nunca el orden del día que el mundo exige o el grito de quien pide: "anímate a lavarme las heridas de mis pies''. 

El Jueves Santo, Jesús "se sacó el manto y se ciñó una toalla'' (Jn 13,4). No es una mera cuestión de guardarropa, ni un gesto casual insignificante. "Quitarse el manto'' en el lenguaje del evangelista Juan significa "dejar la vida''. Equivale a "perder la vida'', dejar la piel: es la dimensión del sacrificio, de la cruz, que connota el compromiso cristiano hacia todos, pero con especial cercanía hacia los "últimos''.

Puede que mientras el agua tintinee en la palangana, ese hermano "último'' experimente mucho alivio por nuestra apasionada premura, que nos murmurará al oído, como aquella tarde de la Última Cena lo hizo Pedro con Jesús: "¡Acaríciame con tu lavado no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!'' (Jn 13,9). El lavado de pies no es sólo al amado apóstol Juan, representando a quienes queremos, sino también a Pedro que niega, o a Judas que traiciona por treinta monedas.

Es más fácil hablar de los labios de Judas, símbolo del beso de la traición, que de sus pies suspendidos sobre el vacío de una quebrada, en la tragedia del suicidio. Sin embargo esos pies fueron lavados por el Mesías. Son tantos que viven la amistad como un "negocio'' o una "bolsa''; como un tema de intereses monetarios y no una entrega genuina sin cálculos.

A esos Pedros y Judas también debemos estar dispuestos a lavarles los pies como hizo Jesús. No importa cuál sea el éxito del lavatorio. Como tampoco importa saber si el destino final de Judas fue de salvación o perdición. Son cosas del Señor: el único capaz de acoger hasta el fondo el misterio de la libertad humana y de corregir sus elecciones, aún las más absurdas, en el océano de su misericordia. A nosotros nos toca solamente entrar en la lógica del servicio, frente a la cual no existe ambigüedad de pies que pueda legitimar el rechazo o la discriminación.

Jesús se quitó el manto, se lo volvió a poner, pero según el evangelio, no se quitó la toalla, sino que se la dejó puesta. Jesús es un "diácono permanente'', y todos deberíamos llegar a ser tales. Su mensaje es que la Iglesia, si desea ser creíble y parecerse a la ideada por él, debe tener puesta "todos'' los días el delantal para servir y la toalla para acariciar heridas. De lo contrario, seguiremos inmersos en la hipocresía del discurso vacío y no del ejemplo luminoso transformado en gesto vivificante.