Así que ahora que se cayó la olla al piso, el culpable parece ser el perro.
Resulta que el principal acusado por el ataque mafioso más conmovedor de los últimos tiempos iba a ser liberado porque la justicia no hizo tiempo para ofrecerle un juicio en los tres años que lo tuvo detenido, y sólo la presión social logró frenarlo. Alejandro "Pajarraco" Pereyra hubiera podido tener una vida casi "normal", mientras también "normal" fue la tramitación del proceso que terminará en su liberación.
Jueces de instrucción, fiscales, camaristas, cortistas y abogados, todos los que participan de este proceso en el que el punto de mira está puesto en la compostura de la justicia para dejar a salvo a la sociedad de estos asuntos, todos, dicen haber hecho lo correcto. Y ese es justamente el problema: que si todos hicieron lo correcto y el epílogo es el frustrante resultado de que el acusado por semejante delito salga en libertad, pues entonces no hay nada que solucionar. Y las cosas seguirán del mismo modo.
Los eslabones del servicio de justicia se tiran entre ellos la autoría de una fisura que caló hondo. En on o en off, endosan responsabilidades a los de enfrente y ponen a resguardo sus propios espacios: si es la Corte, disparan a los fiscales; si son los fiscales, a los jueces. Lo concreto es que, en el vestuario y con el partido perdido y las medias bajas cuando la liberación era un hecho, la peor medicina para cicatrizar las heridas fue la falta de autocrítica.
Más duro de digerir fue el sentido de la oportunidad: en el momento en que la seguridad se consagra como uno de los activos más resguardados por la sociedad, se libera sin explicación aparente al sospechoso del ataque mafioso que más conmovió a la ciudadanía en los últimos tiempos.
Se multiplican en los medios, alentados por el oportunismo electoral, debates sobre la manera de reforzar la seguridad pública ante una amenaza cada vez más vigente en todo el país, como el riesgo de salir y no estar seguro de volver. Y se ensayan fórmulas más serias o más livianas, pero todas apoyadas en la evidencia de los hechos: el peligro latente. Que mano dura policial, que leyes más estrictas, que mayor énfasis en los indicadores sociales que ofrece combustible a la violencia.
El caso de Pereyra promovió un hecho inédito en años. Que la Corte de Justicia en pleno -es decir sus cinco integrantes- se presentara ante los periodistas y en consecuencia ante la gente. Sirvió para que se le conociera la cara a la mayoría, acostumbrados a los despachos, al bajo perfil y a la inexistencia pública más allá de las sentencias.
A tono con la tendencia de acercar a los magistrados a los periodistas que algunos ejercen y otros aún resisten, a las directivas que bajan desde el presidente de la Suprema Corte, Eduardo Lorenzetti, decidieron mostrarse.
Lástima que no sirvió para otra cosa que para conocerlos. Porque los magistrados se escudaron en la posibilidad de que el caso les llegue para resolver y eso genera la eventualidad de ser recusados por prejuzgamiento. Pero nadie les reclamó que opinaran sobre la cuestión de fondo, sino que evaluaran como máximos responsables de la justicia sanjuanina un proceso que terminó en escándalo.
Por el contrario, dijeron que fue "normal". Que cada uno hizo lo que debió hacer, que no hubo demoras sospechosas -ni siquiera la de la propia Corte en resolver un recurso tomándose 6 meses de los 3 años disponibles para llegar a juicio- ni gestiones ineficaces.
Y que no hay nadie a quien reprender y nada que corregir. Pudo haberse tratado de falta de tiempo de los magistrados por la acumulación de causas, puede faltar infraestructura en los juzgados, o puede haber un marco legal demasiado estrecho. Cualquiera de esas cosas hubiera encuadrado en la definición de "anormal".
Con sutilezas, el tribunal le corrió vista a las otras partes. Sugirió que el responsable de los plazos es el juez, que el fiscal general Eduardo Quattropani debe también hacer autocrítica y que el abogado querellante, Javier Cámpora, también es responsable de cuidar que no se escapen los tiempos.
Se conoce dentro de Tribunales el clásico aparte que juegan los cortistas y el fiscal, siempre de dardos cruzados. Hasta resulta natural: unos juzgan, el otro acusa. Lo que pareció sobrepasar la vara fue el pase público de facturas de estos días. Más aún, con generalidades.
El cortista Adolfo Caballero lanzó al inicio de la polémica una convocatoria que pareció una finta: "que hagan imputaciones concretas". Y Quattropani respondió sugerente indicando que el propio tribunal es responsable por las demoras.
El juez donde se instruyó la causa, Guillermo Adárvez, tampoco se abstuvo de acoplarse a la nueva tendencia de hablar con la prensa y hacerlo sin decir demasiado. Tuvo la causa más de un año y se le cuestiona no haber objetado pruebas pedidas por el abogado de Naranjo que demandaron 7 meses para ser producidas.
Pero Adárvez dijo que está "tranquilo" y que es "razonable" que no se haya podido elevar la causa a juicio por la gran cantidad de pruebas solicitadas por las partes. Atención abogados, porque de esa declaración surge lo siguiente: cualquiera que patrocine a algún acusado por delitos con penas altas como un homicidio -8 a 25 años- deberá presentar una larga lista de medidas probatorias y ese será el seguro camino a la liberación de su cliente. Nadie hará nada por evitarlo y desde la justicia lo llamarán "normal".
Dijo el magistrado que si algo debería corregir, eso es la ley. Le parece insuficiente los 3 años que tiene la justicia para llevar a un acusado al banquillo con la prueba producida. Y eso que los pactos internacionales hablan de dos años, y aquí hubo que extender el plazo un año más porque el resultado hubiese sido aún más escandaloso.
También hay que dar una mirada a lo que hicieron los restantes poderes del Estado. La Cámara de Diputados se mostró preocupada, pero no pasó de un pedido de informes. Finalmente, papel abollado que no muestra otra que cosa que cierta intención consensuada que se manifiesta mientras los hechos se consuman.
Tiene a su alcance, como lo tiene todo ciudadano, la posibilidad de pedir un jury a los magistrados que crea responsable. El caso de Diputados es más simbólico porque son los que finalmente deciden.
También en el gobierno se mostraron ambiguos. El gobernador Gioja habló de preocupación y allí frenó para no confrontar con el Poder Judicial. Pero ninguno de sus funcionarios avanzó más allá, al menos en alguna declaración política que marcara el límite de tolerancia y que fuera enviado como señal a los Tribunales.
No es el Ejecutivo tampoco un emblema a la razonabilidad en materia de seguridad pública. Mientras la sociedad busca mecanismos más eficientes para que se cumplan las penas, el gobierno persevera en la entrega anual de conmutas a los presos que han llegado a convertir a una prisión perpetua en una pena de 9 años, que con 4 años detenido le abre las puertas del penal de Chimbas.
Se trata de un jubileo poco difundido que cada fin de año se entrega sistemáticamente y que rebaja las penas de serios delitos que los jueces se esfuerzan en probar, a una gran cantidad de detenidos. Y eso tampoco es normal.

