Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: “Yo soy el pan bajado del cielo”.  Y decían: “¿Acaso éste no es Jesús, el hijo de José?  Nosotros conocemos a su padre y a su madre.  ¿Cómo puede decir ahora: ‘Yo he bajado del cielo’?”.  Jesús tomó la palabra y les dijo: “No murmuren entre ustedes.  Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día.  Les aseguro que el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan vivo bajado del cielo.  El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,41-51).
    
El evangelio de este domingo tiene mucha semejanza con el pasaje leído hace una semana.  Jesús experimenta de nuevo el rechazo de la gente a su mensaje a causa de que Él mismo se presenta como uno de ellos, conocido por todos.  Son incapaces de encontrar a Dios en lo cotidiano, en lo simple y sencillo.  Sólo puede ir hacia Jesús quien cree en él, pero la fe no se consigue a fuerza de razones.  Se puede preparar el camino o apartar los obstáculos, pero hace falta un toque divino.  Y decimos esto en relación al sacramento de la Eucaristía.  Al concluir la consagración en la Misa, el celebrante aclama: “¡Este es el Misterio de la fe!”.  Sin la fe no se puede aceptar que Jesús es el Pan de Vida.  

 

¡De cuántas cosas es signo el pan!  Esconde el sentido del trabajo, de la esperanza, de la unidad y de la solidaridad de todos aquellos que lo comen.  El pan es el único alimento que no produce náuseas.  Se lo come a diario y cada vez tiene un sabor que lo hace agradable.  Se combina adecuadamente con todas las comidas.  Las personas que sufren hambre no envidian a los ricos por el caviar o el salmón ahumado que éstos pueden comer, sino sobre todo, por el pan fresco que llega a sus mesas todos los días.  Qué pena que en esta Argentina, tierra del trigo y del pan, haya hoy, según el Barómetro de la Deuda Social de la Infancia de la UCA, casi 8 millones de chicos que son pobres, y muchos de ellos no pueden tener pan en sus mesas. 

 

Qué produce este pan cuando es llevado al altar y consagrado por el sacerdote.  La doctrina católica lo expresa con una palabra.  Se trata de un término difícil, pero no podemos evitarlo, si es que no queremos renunciar a penetrar en el corazón del problema.  No se puede hablar de la Eucaristía sin pronunciar la palabra “transustanciación”, con la que la Iglesia ha expresado su fe en este sacramento.  ¿Qué quiere decir este término?  Significa que en el momento de la consagración, el pan deja de ser tal para convertirse en el Cuerpo de Cristo.  La sustancia del pan; es decir, su realidad profunda que se percibe no con los ojos sino con la mente, deja su lugar  a la persona viva de Cristo resucitado, aunque en las apariencias externas vemos sólo pan.

Para entender la “transustanciación”, nos servimos como ayuda de una palabra relacionada con ella y que nos resulta más familiar: “transformación”.  Transformación significa pasar de una forma a otra, mientras que transustanciación implica pasar de una sustancia a otra.  Pongamos un ejemplo.  Si vemos salir a una persona de la peluquería con un corte de cabello nuevo, puede surgir la expresión: ¡Estás transformado!, ya que se cambió su forma externa pero no su ser profundo ni su personalidad. Cambiaron las apariencias pero no la sustancia.  En la Eucaristía sucede algo distinto: cambia la sustancia pero no las apariencias.  El pan es transustanciado pero no transformado.  Las apariencias, es decir, la forma, el sabor, el color y el peso, son iguales que antes, mientras que cambió la realidad profunda: es ahora el Cuerpo de Cristo.  

 

He aquí, como Pablo VI, siendo arzobispo de Milán,  explicaba con un lenguaje cercano al hombre de hoy, lo que sucede en el momento de la consagración: “A este símbolo sagrado de la vida humana que es el pan, Cristo le dio un sentido más sagrado aún.  Lo ha transustanciado pero no le ha quitado su poder expresivo; antes bien, ha elevado este poder expresivo a un significado nuevo, superior, místico, religioso, divino.  El signo del pan ha pasado a ser un misterio” (Homilía en la fiesta del Corpus de 1959).  

 

Me permito citar el testimonio de santa Teresita respecto a la Eucaristía.  Ella hizo su primera comunión el 8 de mayo de 1884, tras una preparación de varios meses y con sentimientos de verdadera piedad: “Desde hacía mucho tiempo, escribe ella misma, Jesús y la pequeña Teresa se habían mirado y comprendido.  Pero aquel día, más que un reencuentro fue una fusión”.  Si nos acercáramos con mayor fe a comulgar, también nosotros podríamos experimentar una unión que es fusión con Dios.