"...Había que contar... lo que nos había ocurrido. La rara experiencia de sentarse en un banco con pupitre incorporado,... extraño guerrero de duro pino que retornaba de añosas batallas."


Esto es el pizarrón, dijo la maestra, señalando una enorme plancha adherida a la pared, pintada de desteñido negro. Tomó entre sus manos jóvenes una maderita rectangular que estaba en el borde del nuevo habitante de nuestras vidas, la designó como borrador y comenzó a quitar a fuerza de extraños sonidos rústicos los dibujos que allí se encontraban.


El ronquido desagradable del borrador al hacer su tarea me acompañó de por vida. Mientras derogaba los símbolos tras una estela blanca que semejaba la cola de un cometa, el salón se poblaba del viento turbio de la tiza que moría en nubes con olor agrio.


Con el transcurso de los días, nuestro virgen intelecto se fue llenando de maravillas. Desde la desmesurada ventana gris del pizarrón fueron creciendo como pichones de ruiseñores los estribores del mundo, los escenarios de la vida, las acuarela vigorosas de esa inauguración eterna que es el conocimiento.


Quizá porque debe ser así, quizá porque la señorita algunos días estaba nerviosa, la esbelta tiza se quebraba en sus delgadas jóvenes manos de azucena, y el riachuelo de sus relatos ante nuestros ojos se interrumpía en pequeños desmayos de silencio en brazos de sus saberes escritos desde su cotidiana creación.


De golpe, suena en alaridos la campana en aquella hermosa escuela de barrio, y la jaula prodigiosa abre su puerta. Mi primer recreo trae a la memoria la dulce imagen de la señorita Rosario Varas guiándonos hasta la salida como bella primeriza madre que nos enseña de a sorbitos la vida. Con los años, seguí viéndola, anciana, por estas calles de mi madurez. Su vejez alada, empecinada en su lucha por la cultura, seguía luciendo pródiga de sueños junto al fuego de su almita siempre joven.


El retorno a la casa era una nueva aventura. Había que contar a nuestros padres, con nuestro escaso vocabulario, lo que nos había ocurrido. La rara experiencia de sentarse en un banco con pupitre incorporado, el extraño agujerito que nos enseñaron era para el tintero y la madera rayoneada del pupitre, como escaramuza de aventurero en la selva, este extraño guerrero de duro pino que retornaba de añosas batallas.


Y la noche, donde los títeres contundentes de nuestra nueva experiencia interpretaban una película disfrazada por la imaginería y la fiebre de los nuevos sueños que desde ahora poblarían los territorios de la nueva vida, donde desfilarían cual soldaditos de inexplicables colores y voces de duendecillos.


La escuela nos coloca en un camino abierto a la sorpresa y la maravilla; inaugura ventanas para defendernos de la batalla que comienza el día que damos nuestros primeros pasitos; nos forja seres armados para el tropiezo y el poema, nos regala otro hogar donde conseguir el mundo.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete