Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña y se sentó. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: "Bienaventurados los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Bienaventurados los afligidos.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia. Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos" (Mt 5,1-12).

Las bienaventuranzas son el corazón del evangelio. Y en este corazón hay una palabra: felicidad (en griego "makários"). Las bienaventuranzas eran una forma literaria empleada en el Antiguo Testamento para celebrar la felicidad del justo que confía su vida a Dios y no se deja seducir por la fascinación perversa del mal.

Es una fórmula que resuena 26 veces en los Salmos y 31 en el resto del Antiguo Testamento. Basta sólo con abrir la primera página del salterio: "Feliz el hombre que no sigue el consejo de los malvados, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los impíos, sino que se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche" (Salmo 1,1-2). La felicidad que Cristo propone es paradójica. Como afirmaba Aristóteles: "La felicidad no es un producto, sino un proceso".

No es algo que podemos encontrar en la góndola de un supermercado, sino algo que se elabora y se teje por dentro. En esta línea puede suceder que aún en medio de las tinieblas se pueda descubrir la luz.

En el horror de un campo de concentración nazista floreció el testimonio de una joven holandesa hebrea: Etty Hillesum, destinada a ser eliminada en las cámaras de gas de Auschwitz en 1943. En su "Diario" pudo escribir: "Encuentro que la vida es bella y me siento libre.

El cielo se extiende dentro de mí y por encima de mí. Creo en Dios y en los hombres y lo digo sin falso pudor". En ese lugar de horror, de acumulación de crímenes contra Dios y contra el hombre, hubo creyentes que hicieron realidad las palabras que Sófocles pone en labios de Antígona ante el horror que la rodea: "Están aquí no para odiar juntos, sino para amar juntos".

Se dice que un poco antes de que la humanidad existiera, se reunieron varios duendes, para hacer una travesura. Uno de ellos dijo: Debemos quitarles algo a los seres humanos, pero, ¿qué? Después de mucho pensar, uno dijo: ¡Ya sé! Vamos a quitarles la felicidad.

El problema es dónde esconderla para que no puedan encontrarla. Propuso el primero: Vamos a esconderla en la cima del monte más alto del mundo.- No, recuerda que tienen fuerza; alguno podría subir y encontrarla, y si la encuentra uno, ya todos sabrán dónde está, replicó otro.

Se escuchó una nueva propuesta: Entonces vamos a esconderla en el fondo del mar. Otro señaló: No, no olvides que son curiosos, alguno podría construir un aparato para bajar, y entonces la encontrarán. Escondámosla en un planeta bien lejano de la Tierra, propuso otro. "No", le dijeron.

Recuerda que les dieron inteligencia, y un día alguno va a construir una nave para viajar a otros planetas y la va a descubrir, y entonces todos tendrán felicidad.

El duende más veterano, que había permanecido en silencio escuchando atentamente cada una de las propuestas, dijo: Creo saber dónde ponerla para que nunca la encuentren. Todos preguntaron al unísono: - ¿Dónde? - La esconderemos dentro de ellos mismos; estarán tan ocupados buscándola afuera que nunca la encontrarán.

Todos estuvieron de acuerdo, y desde entonces ha sido así: el hombre se pasa la vida buscando la felicidad sin saber que la lleva consigo. La felicidad no consiste en poder satisfacer todas las necesidades, sino en tener cada vez menos necesidades que satisfacer. Los seres humanos somos contradictorios.

Confundimos felicidad con placer. Tenemos apuro por crecer, y luego suspiramos por la infancia perdida. Sacrificamos la salud para obtener dinero, y luego lo gastamos para tener salud.