Hace apenas unas semanas que el mundo ha podido ver en imágenes de TV, cómo un joven de 39 años, de nombre Fabio, de nacionalidad italiana y que ponía música en una discoteca, pidió ser trasladado a Suiza para que se le practicase el suicidio asistido médicamente. Italia no permite esa acción en su orden jurídico, y tuvo que pagar diez mil euros por la eutanasia en una clínica helvética que se dedica a ello.

"Tendré que morir en el exilio", fueron una de sus últimas expresiones, convocando así a las clases dirigentes a tomar postura flexible ante el hecho. No quiere una vida así, con limitaciones crónicas, y por ello pide morir.
Pero podemos preguntarnos: ¿qué bien se sigue de la eutanasia? ¿Es un capricho de la ley o de una mentalidad ya fósil y no ilustrada? ¿Hay razones para vivir aún con límites? Veamos el tema desde su inicio

La primera tarea del hombre maduro ante la propia muerte es considerarla como hecho real, inevitable, susceptible de interpretación y de integración a la vida. Esto postula la necesidad de desvelar el sentido último del impulso humano por pervivir, por escapar al impacto mortal.

Pero no podemos. Morir no es una posibilidad más sino que es el fin ineludible de nuestra biografía. Pero dentro de sí hay una semilla de eternidad que, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte, y nos alza la frente hacia un horizonte inacabable, junto a Dios. El espíritu humano pervive más allá de la muerte, justamente porque no es materia.

Quien ama, sabe que la muerte del amado vendrá alguna vez, aunque la embriaguez del amor no le invite a pensar en ello; el que ama acepta el alba y el crepúsculo a la vez y es consciente de que todo alba, lleva en su primera aurora el crepúsculo final.
El filósofo francés Emanuel Lévinas anota: "Un amor más fuerte que la muerte: fórmula privilegiada".

Lo que llamamos amor, es fundamentalmente el hecho de que la muerte del otro afecta como la mía. El amor al otro es "la emoción por la muerte del otro. Es mi forma de acoger al prójimo". Por ello un ideal es morir naturalmente rodeado de los brazos del amor. Sí, morir en la ternura, como reflejo de haber vivido en esa ternura. Y además, sabiendo que la ternura del Padre Eterno nos espera.

Ayudar al enfermo, al que intenta el suicidio, al depresivo, es intentar descubrir con persuasivamente un sentido de la vida. Y hasta un sentido al dolor, como por ejemplo, el sentido redentor. Ni venimos de la Nada ni somos nada ni vamos hacia ella. Venimos del amor y hacia allí vamos.

Hay que distinguir los medios normales como el agua, alimentación por cualquier vía y el alivio de los analgésicos, de los medios desproporcionados o extraordinarios, que no gozan de una esperanza cierta de éxito o de beneficio para el paciente.

Aceptar la muerte es aceptar una ley de la vida. Hay que evitar toda forma de eutanasia, pues nadie puede provocar la muerte de otro. Cambiaría del todo la misión del médico, ordenado a "dar" vida o actos terapéuticos. También se ha de evitar el encarnizamiento terapéutico, que brota de una voluntad ciega y emotiva.

Es muy justo que nadie quiera ver el sufrimiento del ser querido. Por ello la necesidad de los analgésicos o la sedación. Pero el argumento de "piedad" que se aduce, no es justo ni alcanza para anticipar la muerte de nadie. Es adueñarse de una decisión del cómo y el cuando, que no le corresponde a la persona humana.