De vez en cuando aparecen en la sociedad quienes pretenden erigirse como jueces del pensamiento ajeno. Nada más alejado de la vida democrática. Porque democracia es precisamente pluralidad de opiniones y voces distintas. Tal vez por eso generó tanta polémica el relanzamiento de la Defensoría del Público, encargada de defender el derecho a la comunicación de las audiencias, recibida a través de los medios de comunicación.


Es loable que el estado articule acciones para garantizar derechos. En este caso, el derecho a la libertad de expresión, frente al derecho a la comunicación. Del mismo modo es plausible que ponga voz y defienda a personas vulnerables, avasalladas en sus derechos. Como garante del bien común, sería laudable también que promueva una educación para la libertad, formando ciudadanos capaces de discernir qué información ver, escuchar o leer. En ese sentido, la escuela es un espacio propicio para promover el pensamiento autónomo. Claro que antes, el sistema educativo debe poner en cuestión modelos pedagógicos que favorecen repetición de contenidos, clases magistrales y la verticalidad en el aula. Y esto es función indelegable del Estado.

"¿Pensar distinto es peligroso? Evidentemente no lo es. La democracia se nutre de las diferencias". 

Pero volvamos al planteo inicial. ¿Después de 37 años de democracia, aún necesitamos una especie de Gran Hermano que defienda al público de opiniones de los otros? ¿Quién podría ser ese ojo visor omnipresente que defina cuándo un discurso u opinión es peligroso para la democracia? ¿Pensar distinto es peligroso?


Dejo en claro que no me refiero a expresiones discriminatorias que inciten a la violencia y alienten el odio a una persona o grupo de personas, en razón de su raza, religión, nacionalidad, género, sexualidad o ideas políticas. Afortunadamente, existen mecanismos legales e instancias judiciales donde se pueden dirimir tales cuestiones. El respeto a la dignidad humana es un bastión de los derechos humanos, que no admite excepciones.


Me refiero aquí al ejercicio de la libertad de pensamiento y de expresión, fundamentales en una democracia. En principio, sabemos que la libertad es un atributo de la naturaleza humana. También sabemos que la libertad es un poder, radicado en la razón y en la voluntad de obrar o no obrar y en su caso de hacer esto o aquello. Por este poder o capacidad cada persona dispone de sí, es dueña de sus actos. De allí que debamos asumir la responsabilidad moral y legal que se derivan de nuestros actos realizados con discernimiento y libertad.


Existen distintos modos de libertad. Nos detendremos en la libertad exterior, definida como la ausencia de coacción externa u obstáculo que impide a la persona ejercer el uso de su libertad. El derecho a la libertad de pensamiento y de expresión conforman ejemplo de estas libertades consustanciales a toda persona (art. 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos)


Este derecho incluye la libertad de buscar, indagar, recibir y difundir información, por distintos medios de comunicación. Constituiría un menoscabo al ejercicio de tal derecho, cualquier intento de censura previa o maniobra que pusiera en peligro la libertad de pensar y de expresarlo. Y sí en el ejercicio de este derecho vulneramos derechos de otros/as deberemos asumir las responsabilidades administrativas, civiles y penales establecidas por ley.


Vuelvo entonces a la pregunta inicial. ¿Pensar distinto es peligroso? Evidentemente no lo es. La democracia se nutre de las diferencias. Diferentes antropologías, disímiles cosmovisiones del mundo, de la persona y de la historia. Lo realmente peligroso para la democracia es intentar acallar las voces diferentes, imponer ideologías, hostigar por redes, hasta cancelar al otro como máxima expresión de intolerancia. Aunque debo decir que es tan peligroso como inútil. Porque no hay cerrojo, llave ni candado que pueda clausurar la libertad de nuestra mente.

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo