Como un rescoldo del fuego navideño, en los países boreales, y como un céfiro vivificante, en los países australes, han quedado extendidas las imágenes de esa celebración cristiana, que por exaltación se prolonga hasta año nuevo, y aún después, tal un bullente efecto de sus rememoraciones. En el traslucir que guarda el pasado natural de la Navidad, está adormecida cantidad de vivencias en el tiempo y en la historia.

La Navidad, fiesta religiosa por excelencia, se celebra en el mundo cristiano desde hace ocho siglos, originada en Italia cuando San Francisco de Asís (1182-1226) veneró en la antigua Roma, en la iglesia de Santa María Mayor, los restos del pesebre de Belén. La veneración de San Francisco, trascendida al entorno cristiano, dio pauta para que esa actitud se extendiera en los creyentes, y con una prontitud de milagro se llegó al pesebre hogareño -generalizado también públicamente-, donde la adoración al Niño Jesús tiene una virtual imagen de realeza y égloga (reyes y pastores), adviniendo a la realidad humana de Cristo en calidad de prodigio’

Se hizo costumbre en Italia, que los aldeanos con sus trajes típicos bajaran desde las colinas, recorriendo las calles con cánticos navideños, mientras que en las casas se quemaban rojizas ramas de enebro y perennes hojas de laurel, ambas plantas con aromas distintos pero agradables y conciliables, que traían dones a los moradores.

Se entremezclaron luego religión con leyenda, al festejarse también -a la par que el nacimiento del Niño Dios- el tiempo de la venida de Papá Noel. Este personaje mítico tuvo su origen hacia el siglo IV: San Nicolás de Bari, patrono de Rusia, es muy popular en el Norte de Europa, donde la tradición oral lo describe repartiendo juguetes a los niños, en la víspera de Navidad. Durante la Reforma -movimiento religioso del siglo XVI- San Nicolás, vigente en el resguardo tradicional, se transformó, en Alemania y otros países, en Papá Noel, denominación de impreciso origen. Los colonizadores holandeses de Nueva Ámsterdam -actual Nueva York- cambiaron el nombre de San Nicolás, por el de Santa Claus, posiblemente derivado del holandés St. Niklaus.

El árbol de Navidad es la presencia de un vestimento alegre, colorido y luminoso, acompañando al pesebre bendito; tuvo su origen en la antigua Germania. Según la tradición, cuando San Bonifacio (675-754) fue a evangelizar Alemania -antiguos sajones-, vio que, en noches de plenilunio, los druidas -clase elevada sacerdotal entre galos y británicos- cortaban, con pequeñas hoces de oro, el muérdago sagrado que crece a expensas del roble, al que también adoraban. El rito estaba consagrado a Odín -gran dios escandinavo de la guerra y de la sabiduría-, pero San Bonifacio pudo reemplazarlo por la costumbre de tener en casa, en la noche de Navidad, un abeto cargado de regalos. Sabiamente conservó el muérdago, que era símbolo de amor y amistad.

En los tiempos pasados, los más creyentes ayunaban hasta la aparición de la primera estrella; entonces se ponía heno sobre la mesa desnuda, y encima el mejor mantel. En un extremo se colocaba una alegoría alusiva, y además algunos alimentos comunes: arroz, ciruelas, cereales cocidos y frutas secas. Pero después de la medianoche, luego de la misa celebrada en gloria después que Jesús ha renacido en el corazón de los cristianos, se cubría la mesa con los mejores manjares. En un cuarto contiguo, cerrado, estaba el árbol de Navidad con regalos para toda la familia.

En todo el orbe cristiano, Navidad (contracción de natividad) se adelanta en siete días (7, número enigmático) al festejo de Año Nuevo; en sí, propicia el afloramiento del amor en relación al prójimo, endulza el ánimo y predispone a la bondad, apacigua resquemores, y concita a la familia en el seno del hogar, o donde estuviera reunida, en expresión de regocijo por el nacimiento del Divino Niño.

Entre las Navidades de América es famosa la de Estados Unidos, donde Nueva York queda enjoyado con refulgentes luces de todo tipo y color, donde aparecen colosales abetos embellecidos tal cual inmensos árboles navideños; donde el fulgor y esplendidez de ”millones” de vidrieras enjaezan a Park Avenue, la larguísima avenida que atraviesa Manhattan, y que orilla al bucólico Central Park; donde el casi nativo Papá Noel se multiplica y multiplica con su roja vestimenta, su mítica barba, su gorro de manga cerrado con un pompón en su extremo, y su inconfundible cielo, y donde los permanentes cánticos flotan a los oídos como albricias por el esplendor del recién llegado Mesías.

Argentina también rezuma la alegría del Nacimiento: Puede celebrarse de esmoquin y de vestido largo, en un lujoso salón, o bien sueltamente en mangas de camisa y ropa informal femenina, en un jardín privado, o en algún singular lugar público de esparcimiento que convoque a distendidos comensales navideños.

En esos momentos en que se olvida el torbellino acuciante, la simpleza reina con espontaneidad, y la suelta expandida de sentimientos generosos los hace anidar en cada corazón creyente.

(*) Escritor.