Protesta en Charlottesville, Estados Unidos.

Fiel a sus impulsos emocionales y posiciones cambiantes, en menos de 48 horas el presidente Donald Trump pasó de condenar a disimular el racismo, y de acusar a excusar a los supremacistas blancos por la protesta en Charlottesville que desembocó en la muerte de una mujer y en una fuerte efervescencia racial.


Tal la figura presidencial lo demanda, Trump hubiese tenido que ser observador y árbitro cuando de disputas sociales se trata. En vez, prefirió exacerbar los ánimos entre aquellos que defienden la retirada de monumentos de próceres que defendieron la esclavitud durante la Guerra de Secesión y los que creen, incluso desde posiciones racistas con símbolos nazis o del Ku Klux Klan, que la historia no se puede modificar.

Hubiera podido condenar la violencia de los fanáticos racistas de cualquier bando y calificar de estupidez, como lo hizo, el retiro de la estatua del general Robert Lee, porque podría contagiar a individuos que quisieran bajar de los pedestales a Thomas Jefferson y George Washington por haber pertenecido también a familias esclavistas.

Mejor le hubiera ido si aprovechaba a educar sobre la Primera Enmienda que defiende el derecho de expresión y de protesta, incluidos los símbolos fascistas que en otros países han sido prohibidos por ley. Así, no habría generado las críticas que le llovieron desde todos los rincones del mundo.

En cambio, no pudo con su genio de ser protagonista y centro de cualquier polémica. No entiende que un presidente árbitro, observador, analítico y mesurado es necesario para desanimar a aquellos fanáticos que se valen de los extremos para justificar sus excesos.

El riesgo que plantea Trump es que su agitación discursiva vaya más allá de Charlottesville, pudiendo exasperar los ánimos y generar más violencia en las marchas y contramarchas que se realizarán en varias ciudades en los próximos días, a favor y en contra de retirar monumentos confederados.

Trump deberá entender que su incontinencia verbal trastorna, crea caos y que un Presidente, por el significado que cobran las palabras, no tiene el mismo derecho a la libertad de expresión que el resto de los mortales.

Puede ser que Trump muchas veces tenga la intención de acomodar las palabras para alcanzar objetivos, pero en ese afán no suele medir las consecuencias como ocurrió con Venezuela. Después de justificar sanciones económicas contra Nicolás Maduro para presionar por la restauración democrática, cambió sorpresivamente de discurso argumentando que no descartaba la intervención militar.

Tras ello se debió soportar una andanada antiimperialista de Maduro, incluidos ejercicios militares para "defender la patria".
Que Trump genere conversación y debate no es malo, sirve a la democracia participativa. El problema es que lo hace siempre desde una posición determinada y extremista que divide y polariza. Y en temas sensibles como el que desnudó Charlottesville, un presidente está llamado a minimizar el impacto del discurso de odio, no a exacerbarlo.