Es tal el actual cúmulo de factores agobiantes que hemos extraviado la memoria de lo bueno que hizo la Argentina. Hoy se podría proseguir con las reflexiones críticas. Empero, el calendario nos deposita en un día irrepetible: el del Bicentenario de la gloriosa jornada de Mayo. Bien merece que mutemos el eje del análisis y pongamos una significativa dosis de optimismo argentino.
Contrasta la confianza que abundaba en 1910 con las incertidumbres y sombras de 2010. Hace un siglo desbordaba la fe en el porvenir del país y soñábamos con la erección de una poderosa nación. Veamos cómo era el cuadro a la sazón:
Desde 1860, en medio siglo de logró una transformación colosal. El lema fue "paz y administración" en el marco de la libertad de iniciativa y de la modernización. Todo muy relativo. Tuvimos una guerra, la dolorosa del Paraguay, y fenomenales batallas, combinadas con muchas trifulcas, desde Pavón hasta la revolución del Parque en 1890, sin omitir la de 1905. Padecimos de una administración que no sobresalió por la idoneidad de sus agentes. Sin embargo, salimos de una etapa postcolonial para emerger como país-promesa de proyección mundial. Pudieron más los lapsos de paz y de administración que los conflictos, querellas y desapego por la ley.
Hicimos cosas inmensas. Mucho más allá de lo físico -la monumentalidad de edificios públicos por doquier-, produjimos una ejemplar movilidad social que en su época fue la excepción en el planeta. En Francia, a la sazón, el panadero tenía hijos y nietos panaderos, con el respeto que merece ese oficio, como todos. Acá, el descendiente podía ser juez, director del hospital o rector de la escuela secundaria.
La escuela pública fue una maravilla, casi única en el hemisferio austral. Fue el más formidable antídoto contra la desigualdad. Obtuvo en tres generaciones que sepultáramos al analfabetismo. No es poco.
Atrajimos a millones de hombres y mujeres de casi toda la tierra. Y, sin demasiados planes de asimilación, los integramos en un solo haz, el argentino. Así, todos hablamos el mismo idioma, nos entrecruzamos en la vida y pudimos prácticamente superar las diferencias sociales.
No había hambre ni miseria. Sí pobreza, pero la perspectiva era de que de ella se podía salir porque regía la cultura del trabajo.
Teníamos el sentido de patria. Sumamente relevante, era más abarcativo que solo el lugar de nacimiento. A los que habían llegado también los incluía porque Patria era la construcción sociocultural y económica que estábamos levantando en este suelo.
Éramos un país pletórico de creatividad. Vivimos una etapa de expansión que asombró al mundo. Trazar un ferrocarril era una aventura hacia nuevos horizontes, más anchos. El empuje brotaba por todos los lares.
Ningún presidente del período 1860-1916 le dejó una bomba de tiempo a su sucesor. Hubo intuición de continuidad, esto es la esencia de Políticas de Estados. Se solemnizó un gran pacto, la Constitución. Un compromiso y un programa.
Las pujas políticas eran acerbas, pero la confrontación estaba contenida por el límite intraspasable del patriotismo común. El Estado se iba construyendo a la par de la consolidación de la nación. Ni remotamente pensaba en que su destino era suplantarla. Figueroa Alcorta declaró reserva estatal al área cuando se descubrió el petróleo en Comodoro. No podía ser de otro modo. Empero, a nadie se le pasó por la cabeza que terminaríamos burocratizando la administración de ese oro negro hasta el inconcebible punto de que tuvimos el caso único de que el petróleo diera pérdida. Y para colmo que en ese contexto prácticamente lo regaláramos en 1995.
Pero no transpolemos el examen. En 1910 había cuentas pendientes, pero mucha fe en el futuro nacional.
Estos últimos cien años no fueron fructíferos. Al golpear a nuestras puertas colectivas el Bicentenario nos encuentra abrumados por el pesimismo. Apáticos, descreídos, peligrosamente abúlicos, en el medio de un letal "sálvese quien pueda". Carentes de la autoestima de un siglo atrás.
Empero, desconsideramos elementos que abonan el optimismo. Veámoslos:
A pesar de la inestabilidad política, de la inseguridad jurídica, de la anomia que nos flagela, del odio entre hermanos que se ha sembrado con criminal fruición, la Argentina sigue de pie.
Si en contraste con la torrencial corrupción de guante blanco que nos hurta a todos, las gentes todavía tienen la esperanza de que arribe la transparencia y la honradez a la gestión de gobierno es porque no todo está perdido.
Si en contradicción con el mensaje del llamado progresismo todavía sobreviven los valores de patria, familia, trabajo y, estoy seguro, también la fe en Dios, es porque la cultura argentina es más férrea que todos los embates que recibe. ¿Embates? En rigor, bombardeos.
Hoy padecemos el "milagro al revés" del parasitismo creciente, la "avivada", el acomodo y la ventaja, en medio de la lucha de todos contra todos. Aunque esas lacras están en la dirigencia, ante la mirada azorada de millones a la deriva. Precisamente, son estos millones de argentinos los que abonan la confianza de que tenemos cura.
Estas líneas son un tributo de optimismo al cumpleaños patrio.
