Los tiempos electorales profundizan las grietas sociales y éstas se alimentan de cuanto tema esté en boga, la frase no pretende ser un adagio, pero casi. Recientemente, en los Estados Unidos se han producido dos lamentables matanzas, una en El Paso, Texas, donde un hombre blanco de 21 años llamado Patrick Wood Crusius ingresó al local de la cadena de supermercados Walmart y, exhibiendo un fusil ruso Ak-47, abrió fuego indiscriminadamente sobre todo lo que se movía asesinando a 22 personas e hiriendo a otras 24. Pronto se difundió que el ataque había estado dirigido contra los latinos.

Pocas horas después, en Dayton -Ohio-, otro joven blanco llamado Connor Betts, disparó contra un conjunto de personas en un bar llamado Ned Peppers, matando a su hermana y 8 personas más, seis de ellas afroamericanas, y lastimando a otras 27.

Rápidamente, y sin indagar mucho, los medios estadounidenses vinculados al Partido Demócrata salieron a sostener que ambas matanzas eran crímenes que resultaban del "supremacismo blanco". Poco después comenzaron a conocerse los detalles de los acontecimientos. Se dijo que Crusius había declarado que quería "matar mexicanos", y que podría haber publicado o compartido en internet algún tipo de manifiesto que le diera fundamento a sus actos, aunque el propio gobernador de Texas, Greg Abbot, sostuvo que el caso estaba relacionado con un crimen de odio, pero más todavía con un problema de salud mental del ejecutante.

Una investigación inicial demostró que Crusius presentaba una personalidad compleja y una ideología confusa. Había tenido problemas de integración y sufrido bullying en la escuela media, y el "manifiesto" que podría haber publicado era drásticamente contrario a los dos partidos políticos mayoritarios, a los que acusaba de ser cómplices en una de "las traiciones más grandes", que sería la de permitir que el gobierno de su país haya sido tomado "por corporaciones no controladas".

Paralelamente, la policía determinó que el otro asesino, Betts, no había disparado por ningún motivo de odio ideológico, político o étnico, y que de hecho era habitual que compartiera en las redes sociales publicaciones de ultraizquierda, antifascistas o contrarias a la policía.

A pesar de estas primeras investigaciones, el supremacismo blanco subió a escena y rápidamente la política hizo su trabajo. Integrantes del Partido Demócrata, como Julián Castro, un ex funcionario de Obama, José Rodríguez, actual senador por Texas y Robert "Beto" O"Rourke, un conocido ex miembro de la cámara de Representantes originario de El Paso, uno de los escenarios de los hechos, buscaron llevar agua para su molino y sostuvieron, sin mayores pruebas, que en la raíz de los ataques estaba el discurso antiinmigratorio de Trump.

Estas declaraciones obligaron al verborrágico presidente a pronunciarse. Así, salió a hablar alternando declaraciones firmes con otras algo vagas. Afirmó que "con una sola voz, nuestra nación debe condenar el racismo, el fanatismo y la supremacía blanca", y que "debemos detener la glorificación de la violencia en nuestra sociedad", lo que incluía condenar los "grotescos y violentos videojuegos que ahora son tan comunes". Incluso, inicialmente, hasta se animó a sugerir que quizá había llegado el momento de limitar la posesión de armas en personas potencialmente peligrosas.

Pero, enterado de las primeras pesquisas policiales, cambió su discurso. La prensa opositora se había apresurado en difundir la hipótesis de los demócratas, acerca de que ambas masacres habían sido perpetradas por motivos supremacistas, por lo que decidió apuntar sus dardos contra la cobertura que el tema había tenido. Mediante un tweet, dijo que "los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad con la vida y la seguridad en nuestro país", que las "fake news han contribuido en gran medida a generar una ira que se ha acumulado durante muchos años", para agregar finalmente que "la cobertura de las noticias debe comenzar a ser justa, equilibrada e imparcial, ¡o estos terribles problemas empeorarán!" 

Pero la respuesta más sólida y meditada por parte de los republicanos no fue la de Trump, sino la de su portavoz no oficial, el famoso periodista Tucker Carlson de Fox News. Con más distancia del problema, Carlson sostuvo que el supremacismo blanco "no es un problema real". Sabedor que los demócratas solo buscaban un rédito político, desestabilizar la base del voto republicano y cuestionar instituciones irremisiblemente conservadoras como la Asociación Nacional del Rifle, explicó que la del supremacismo blanco era "otra teoría de la conspiración", como lo fue la supuesta intervención rusa en apoyo a Trump en la elección presidencial anterior.

Confirmado que al menos uno de los hechos no tuvo ningún motivo étnico o ideológico, cabría preguntarse si realmente existe algo así como un supremacismo blanco violento. Si se revisan las peores matanzas o atentados en la historia de los Estados Unidos, se puede apreciar que en ellas no aparece precisamente esta causa como motivacional. Los dos mayores atentados, el del 11 de septiembre del 2001 y la destrucción del edificio federal de Oklahoma en 1995, fueron producto del integrismo islámico sunita uno y de un acto terrorista antisistema el otro.

La mayor masacre perpetrada, ocurrida en 2017 en un recital country en Las Vegas, fue cuando un millonario se puso a disparar desde una habitación de hotel contra la multitud, causando 59 muertos y 851 heridos, sin ninguna motivación. La tragedia más grande que se produjo en una universidad resultó de un estudiante surcoreano criado en Virginia, que en 2007 decidió eliminar a 33 personas sin un porqué ideológico, ocasionando lo que se llamó la masacre de Virginia Tech. La gran matanza que se creía dirigida contra un colectivo social se produjo en una discoteca gay en Orlando, cuando un estadounidense -hijo de afganos- ingresó armado al lugar y dejó un saldo de 50 muertos y 53 heridos en 2016. Si bien se creyó inicialmente que el acto estaba dirigido contra la comunidad LGTB, una investigación del FBI arrojó que el motivo fue la radicalización del autor, que había proclamado su fidelidad al Estado Islámico.

Finalmente, la causa más extraña para una serie de asesinatos se encontró en 2014, cuando un joven de 22 años, agobiado por su virginidad, se suicidaba tras haber asesinado a 7 personas y herido a otras 13. Integraba la tribu urbana de los "incels", los célibes involuntarios, hombres frustrados por ser rechazados por las mujeres.

Cuando el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger creó, en una obra publicada en 2006, una categoría para aquellas personas que llevaban adelante actos violentos que resultaban de cualquier motivación -desde un arrebato irracional a un atentado-, como "perdedores radicales", los definía como hombres de cualquier edad, frustrados y dispuestos a abrazar la causa que fuera. Si bien la categorización estaba relacionada a la realidad europea, dueña de una enorme complejidad ideológica, religiosa y étnica, la figura es aplicable también a lo que acontece en los Estados Unidos, donde jóvenes movilizados por una agresión sin contenido y en el marco de un proceso de desintegración social, de anomia y de retirada del Estado, encuentran en la violencia el sentido y el fin de sus vidas. 

Así, en la política, como en las guerras, lo primero que muere es la verdad.