Cuando los autócratas temen una crisis, a lo primero que atinan es a maniatar a medios de comunicación y periodistas; pero estos premeditados apagones informativos suelen desencadenar mayores conflictos, con desenlaces no deseados.

La caída de los presidentes de Túnez y Egipto, y la suerte del régimen libio de Moamar el Kadafi, son la evidencia. Censurar a los medios y al internet o crear zonas de exclusión para prohibir el trabajo de los periodistas extranjeros, no les garantiza a los gobiernos que puedan continuar indefinidamente con sus políticas autoritarias.

La censura es una medida a corto plazo, porque la información siempre termina por filtrarse e imponerse. Por más que las noticias sean negativas, cuando fluyen, como ocurre en Libia, pueden incluso beneficiar al régimen. En este caso, EEUU, la OTAN y la Comunidad Europea no intervienen militarmente no porque no puedan o Rusia y China se opongan, sino porque están midiendo las posibles reacciones negativas de una opinión pública internacional informada y vigilante.

De todos modos, los gobiernos despóticos creen en la salvaguarda de la censura y que los corresponsales extranjeros son su mayor amenaza. Por eso les prohíben cubrir informaciones que consideran sensibles o los agreden, encarcelan, vigilan, les niegan las acreditaciones, retiran sus visas de trabajo o los expulsan.

A veces las agresiones son brutales y desmedidas. Esta semana, soldados del régimen libio simularon un fusilamiento contra corresponsales de la BBC de Londres en castigo por violar una zona de exclusión periodística, un hecho tan cercano a la tortura.

Pero Libia no es el único país donde los corresponsales sufren restricciones. En China, el gobierno impuso nuevas prohibiciones para que los periodistas no merodeen una plaza en Shangai y un barrio de Beijing adonde los internautas habían convocado a las "protestas de jazmín", para reclamar todos los domingos por menos corrupción, más reformas y democracia.

En Irán los periodistas solo tienen permitido cubrir marchas progubernamentales. Por eso esta semana fue expulsado el jefe de la agencia noticiosa francesa AFP y se les revocó la visa a otros 10 reporteros foráneos por cubrir una protesta de la oposición.

Muchas veces el argumento, como ocurrió a principios de mes en Panamá, cuando el gobierno de Ricardo Martinelli expulsó a dos cronistas españoles, es que los periodistas instigan al delito o arengan a las turbas para crear noticias.

Estas estrategias son usuales en el gobierno de Cuba, que sigue practicando una efectiva presión contra los corresponsales a través del Centro Internacional de Prensa, encargado de emitir acreditaciones. Si bien Cuba no ha expulsado corresponsales desde que en 2007 echó a los de El Universal de México, Chicago Tribune y la BBC, limita la cantidad de reporteros que pueden acreditar los medios extranjeros. Además, estos solo tienen que movilizarse con choferes y ayudantes que provee el gobierno.

Pero más allá de la censura a medios tradicionales y corresponsales, los regímenes autoritarios no contaban con la alianza estratégica que el periodismo viene tejiendo con los activos ciudadanos, con una comunicación más horizontal a través de internet, redes sociales y telefonía celular.

Así, como se observa en las crisis actuales, los déspotas no saben cómo lidiar con las nuevas tecnologías de la comunicación y el poder ciudadano. Advierten que la censura y las zonas de exclusión ya no les son suficientes para mantener su poder.

LA CENSURA es una medida a corto plazo, porque la información siempre termina por filtrarse e imponerse. Por más que las noticias sean negativas, cuando fluyen, como ocurre en Libia, pueden incluso beneficiar al régimen.