Era yo pequeño, por eso no podré precisar detalles, sólo vivencias y emociones se pegarán a un recuerdo bastante acomodado a mi mirada de niño.

Creo que casi todas las tardecitas (por lo a menos muchas de las que yo estaba en casa de mis abuelos, allá por calle Santa Fe nebulosa) él llegaba, golpeaba las manos con cierta timidez; entonces salía mi abuelo y en la puerta de aquella humilde casa post terremoto que él construyera sueño a sueño, sin ser albañil, se descorría la tarde y eternizaba una larga charla que terminaba perseguida por las sombras. Don Acosta, cuyo nombre de pila no recuerdo (espero emocionado que alguien que ubique algo de estos hechos tenga la gentileza de regalarme ese detalle); ferroviario como mi abuelo José, con su gorrita marrón, y mi abuelo con la suya gris no faltaba al encuentro de su amigo para despuntar el vicio de los días vividos y el porvenir que preocupaba. Nunca supe por qué Don Acosta llamaba “Chicho” a mi abuelo; tampoco porqué en mi Familia desde niño me llamaron Cacho.

Mi abuelo cantonista, ladero fiel de Don Federico, le refería episodios cotidianos de esa época singular, y Chicho los comentaba desde su punto de vista.

Eran los amigos del alma que -me parece- hablaban habitualmente del precio inconstante de las cosas, la inmadurez de la vida pública argentina y las agachadas de algunos políticos.

Aún hay en las puertas de las casas solariegas que resisten la insolencia del progreso, en las esquinas y los barrios, dos mayores que hablan de las mismas cosas. ¡Ay, Argentina, hasta cuando has de dolernos!

Mi abuela, sentadita en su silla de totoras, enfocados sus ojos celestes a la calle, desde el largo pasillo donde me contaron que un día se incendió el Ford 30 orgullo de mi abuelito y en sus desenfrenos de fuego se llevó la vida de uno de los hijos, el pequeño Pepito, que no conocí.

Pero no todo fue tristeza ni mucho menos. Eran años bellos, de canteros con jazmines y madreselvas alborotadas de aromas, los que enfilaban al futuro en la casa de mis abuelos, la que él edificara a fuerza de amor y pobreza, luego de que el terremoto se la volteara casi entera aquel anochecer donde San Juan se revolvió en lamentos y polvaredas. Eran noches de Navidades que nos juntaban a todos y del perfume inolvidable de las garrapiñadas y las empanadas que con primor amasaba mi abuela y horneaba mi abuelo en su horno de barro. Podría olvidar nombres y callejuelas trajinadas, pero jamás el momento o el aroma cuando mi abuelo sacaba del horno, en enorme lata, las jugosas empanadas.

Dónde andarán los desvelos y noticias que Don Acosta traía casi todos los días a la puerta de la casa de calle Santa Fe polvorienta. Y los rezongos de mi abuela porque su esposo regalaba las tardecitas a su amigo Don Acosta, jubilado como él, para arreglar el mundo. Dónde habrá dejado la vida en postreros resuellos rechinantes la vieja locomotora que partía con dos jovencitos desde de la Ciudad hasta Cañada Honda. ¡Dónde, dónde van los sueños..!

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.