Se viven tiempos donde la discusión pública parece un deporte de riesgo sin reglas claras. Abunda quien confronta por carácter, quien levanta la voz, quien quiere convertirse en líder a fuerza de repetir consignas. Faltan, en cambio, esas figuras que piensen distinto, que miren el foco del conflicto para ver el territorio completo. Entre unos y otros, se genera una confusión parecida a la que Borges retrató en Los Teólogos: dos hombres enfrentados, creyéndose distintos, batallando por una verdad que quizá ninguno entiende del todo.
El cuento (publicado en 1947 y luego en El Aleph) narra la disputa entre Aureliano de Aquilea y Juan de Panonia, dos teólogos concentrados en ganar una pelea doctrinaria. Y ahí, sin que el autor de El Aleph lo diga explícitamente, aparece una metáfora contemporánea: la diferencia entre quienes solo confrontan y quienes transforman.
Cualquier discusión se transforma en un duelo de identidades. No queremos comprender: queremos ganar. No queremos transformar la realidad: queremos que el otro pierda. Y. sin embargo, la historia -y el cuento- muestran que se necesita otra clase de liderazgo: el que se anima a pensar sin el dogma, el que no mide su fuerza por la contundencia del rival sino por la potencia de sus ideas.
Pasión por el conflicto
Miguel Benasayag sostiene que el conflicto es vital, un campo donde se produce sentido y se ensaya el mundo que viene. Pero lo que solemos ver es su versión degradada: una pasión por pelear sin contenido. En la política y en gran parte de nuestras conversaciones cotidianas, se discute solo para vencer. Lidera quien grita más fuerte o quien defiende una bandera sin preguntarse si sirve.
Mientras tanto aquel que piensa distinto para mirar más lejos queda oculto por el ruido. Y son esos pocos los que logran que algo dure cinco minutos más que la discusión.
Los personajes de Borges discutían sobre herejías; nosotros, sobre todo: economía, partidos, el tránsito, las formas de la libertad, las urgencias, las derechas, los centros, las izquierdas, el futbolà. En ese territorio movedizo, cada quien reclama el liderazgo moral de la conversación. Pero en la mayoría de los casos, no lidera quien tiene visión; lidera quien está mejor entrenado para desautorizar al otro.
Cualquier discusión se transforma en un duelo de identidades. No queremos comprender: queremos ganar. No queremos transformar la realidad: queremos que el otro pierda.
Y. sin embargo, la historia -y el cuento- muestran que se necesita otra clase de liderazgo: el que se anima a pensar sin el dogma, el que no mide su fuerza por la contundencia del rival sino por la potencia de sus ideas.
Pensar
Pensar es una forma activa de inteligencia pública. Es abandonar el reflejo inmediato y abrir espacio para el matiz, para la complejidad. Es entender que este lugar -cualquier lugar- se construye mejor con imaginación compartida que con trincheras retóricas. Pensar ensanchando la mirada para incluir a otros, incluso los que no piensan igual.
Este sitio donde vivimos -como todos los sitios que intentan reinventarse- necesita menos revolucionarios de WhatsApp y más diseñadores de futuro. Menos profetas instantáneos y más ciudadanos capaces de preguntar antes de afirmar. No hay proyecto urbano, cultural, político o social que sobreviva si lo único que hacemos es discutir quién tiene razón. Es clave recuperar la conversación como espacio de construcción y no de demolición.
Es igual
Borges escribe: +àEl final de la historia solo es referible en metáfora, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y que Este se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que, para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.+
Después de tantas batallas, de tanta necesidad de tener razón, nadie distingue quién es quién. La disputa se disuelve y el destino los confunde.
Nuestras discusiones contemporáneas tienden a tener la misma condena: dentro de un tiempo, nadie va a recordar quién confrontaba mejor, pero sí quién se animó a pensar en perspectiva y a imaginar un mundo mejor con los demás.
Por Marcelo Ortega
Presidente de FilmAndes

