Hace mucho que quería escribirle. Creo que desde niño. Pero en aquella fantasía de la infancia no me animaba. Lo veía a usted tan importante, que experimentaba un distante respeto. Quiero decirle que siento profundo orgullo de haber nacido en la tierra en que usted se forjó indomable y visionario. También -y como usted ya lo decía con dolor- en este lugar donde no siempre se lo ha comprendido ni seguido un ejemplo tan preclaro, y aún estamos en esa deuda.
Más allá de los análisis mezquinos con que se suele repasar la historia, poniendo el acento en posturas circunstanciales o defectos humanos (tal el referirse a usted ignorando su postura de estadista), quiero decirle que el peso de la historia es suficiente para comenzar a entenderlo. Que persisten los grandes defectos argentinos, la falta de grandes arquetipos, el diseño de un proyecto de país. “Argentinos a las cosas, nos decía Ortega y Gasset”, tratando -con cierta consideración- de hacernos sentar cabeza; pero parece que no es tan fácil.
Hace unos años visité la que es hoy La Casa de San Juan en Buenos Aires, y que fuera su hogar circunstancial en la Capital argentina, en aquellos días bravíos de un país en cierne. Y sentí una emoción intransferible cuando allí me contaron que usted la había obtenido por el paciente acopio, durante años, que su secretaria hacía del dinero que de una buena parte de su sueldo como presidente usted le mandaba para ahorrar, y que ella había considerado útil invertir en esa casona.
Ejemplos que suenan hoy a extraños “caprichos”, extravagancias de un presidente argentino, pero que son genuinos modelos siempre, aquí y en cualquier parte del mundo. La sobriedad y el recato en la función pública me suenan a buena moral, a salud ciudadana, a dignidad, y esto siempre debe ser bienvenido. Valores que no son poca cosa en un país que ha padecido verdaderos enjambres insaciables que lo han asolado desde lo moral y lo económico, muchas veces dos caras de una misma moneda.
Respetado maestro: Cuando escucho por ahí que a usted se lo identifica con esta provincia, vuelvo a tutearme con la emoción de pertenecer a esta tierra castigada, indómita y noble, y me doy cuenta que este país interior que nos cobija, y, particularmente, este San Juan que lo acunara para la lucha y el bronce, tienen pasta de sobra para contribuir a la gran empresa de plantear un país definitivo. Yo sé que hemos exagerado, no hemos sido sobrios en el homenaje constante a su persona pública, volcando nuestra admiración en demasiadas calles, escuelas, paseos o plazas que han sido distinguidos con su nombre. Pero no es eso otra cosa que afirmarse en los buenos orgullos, las simples cosas por las cuales cotidianamente nos convencemos que una historia bien parida nos obliga, por lo menos, a nos traicionarnos.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado. Escritor, compositor, intérprete

