Por Miriam Fonseca – Presidente de Escritores del Sol
Vivimos en la época de lo inmediato. Todo es rápido, urgente, instantáneo. Sacamos una foto y la subimos en el mismo momento en que se desarrolla la fiesta, el evento, la actividad, el acto. Contamos lo que pasa mientras está pasando, esperando un “me gusta” de personas detrás de las pantallas del celular, y muchas veces medimos la felicidad por esa cantidad de reacciones, dejando en segundo plano lo que realmente se celebra. Estamos presentes y, al mismo tiempo, ausentes. En ese ritmo acelerado dejamos de vivir el momento. No lo habitamos. No lo disfrutamos. Lo mostramos.
Sin embargo, la vida no funciona así. La naturaleza lo enseña con claridad, las estaciones tienen su tiempo. No se puede forzar el invierno a ser primavera, ni pedirle al fruto que aparezca antes de la flor. Todo tiene un orden, un proceso, un ritmo propio. Pero nosotros aprendimos otra cosa. Nos dijeron que el éxito se mide por títulos, logros personales, bienes materiales y reconocimiento. Que hay que llegar rápido, destacar, no quedarse atrás. Y empezamos a vivir bajo esa exigencia constante, muchas veces sin preguntarnos si ese camino nos hace bien.
Cuando la vida nos obliga a ir más lento —por nuestras capacidades, una crisis, una enfermedad, una pérdida o un cansancio profundo— aparece la sensación de fracaso. Como si detenerse o ir más lento, como si no avanzar al ritmo esperado significara quedar fuera de todo.
Ahí es donde la autoexigencia se vuelve peligrosa. Porque no solo nos apura, nos desconecta. Nos hace creer que, si no rendimos, no valemos; que, si no mostramos, no existimos. No hace falta tomar posiciones extremas para decir algo esencial que: “Nada es más importante que la vida humana”. Ningún título, ningún logro, ningún objeto material vale más que la paz interior y la vida de una persona. Tal vez sea tiempo de desaprender. De desarmar ideas que repetimos sin pensar. De volver a mirar la naturaleza y entender que vivir no es correr, sino atravesar los tiempos con sentido. No es llegar antes, no es sobresalir por sobre los demás, no es cumplir expectativas ajenas ni agradar todo el tiempo. El éxito, quizás, sea algo mucho más simple y profundo como vivir en tranquilidad, en paz, en coherencia con uno mismo. Ser natural, sin filtros. Reconocernos imperfectos. Trabajar y producir para crecer, sí, pero sin perder la propia valía. Disfrutar lo que hay. Aceptar los propios ritmos. Agradecer, aun en medio de las dificultades. El problema no es tener sueños. El problema es creer que todo debería darse ya. Que, si no llega rápido, no llega. Que, si no se muestra, no existe.
Porque éxito no es producir sin descanso ni mostrarse siempre fuerte. Éxito también puede ser parar, comer tranquilo, dormir en paz, pedir ayuda, aceptar límites. Quererse como uno es, sin tener que demostrar nada todo el tiempo.
En este tiempo de fin de año, cuando los balances se multiplican y las comparaciones pesan más, convendría frenar un poco. Mirar lo que no se ve, lo que no se publica, lo que no suma aplausos, pero sostiene la vida. Permitirse ser humano —imperfecto, sensible, cansado a veces— mirar hacia nosotros mismo y preguntarnos si esas carreras por sobresalir y adquirir, realmente nos hace bien y si valen la pena. Nos cuidemos porque cuidarse es una responsabilidad personal y colectiva. Nada es más importante que nuestra vida y la de nuestro prójimo.

