Desde que el ser humano alzó los ojos al cielo y encendió el primer fuego, algo en su interior lo impulsó a ordenar el misterio. Así nacieron los ritos: gestos, palabras y ceremonias que, más que explicar el mundo, lo significan. El rito es la forma más antigua de comunicación simbólica entre el hombre, la naturaleza y lo sagrado. Es el modo en que una comunidad transforma lo cotidiano en trascendencia.

Los antropólogos sitúan su origen en las sociedades prehistóricas, cuando el hombre primitivo comenzó a distinguir entre lo profano y lo sagrado. Los ritos surgieron entonces como un puente hacia lo invisible, una forma de dialogar con las fuerzas que no comprendía: el trueno, la muerte, la lluvia, la fertilidad. En torno al fuego, los clanes aprendieron a corear, danzar, ofrecer. Así se fue tejiendo la primera liturgia del mundo.

Ritos institucionalizados 

Con el tiempo, esos actos se institucionalizaron. Las antiguas civilizaciones -egipcia, sumeria, griega, romana- codificaron los gestos: la libación al amanecer, el sacrificio, la purificación, el saludo al sol. En todas ellas, el rito era un lenguaje ordenado para sostener el equilibrio del cosmos. Cuando la religión tomó forma, los ritos se convirtieron en su gramática: rezar, inclinarse, bendecir, bautizar, ayunar. El gesto repetido fijó el vínculo entre el ser humano y su fe, entre el individuo y la comunidad.

Pero no todos los ritos fueron religiosos. Desde los albores de la historia, también hubo ritos sociales y simbólicos: los funerales, las bodas, las iniciaciones de los jóvenes, las coronaciones, los pactos, las conmemoraciones. En ellos se expresa el anhelo humano de dar sentido al paso del tiempo, de reconocer las etapas de la vida y de pertenecer a un grupo. En palabras de Émile Durkheim, el rito “renueva la energía moral del colectivo”, recordando que el individuo no existe sin los otros.

Emociones sincronizadas 

Hoy, en la era de la tecnología y la inmediatez, podría pensarse que los ritos han desaparecido. Sin embargo, solo han cambiado de forma. Los templos se multiplican en los estadios, en las redes, en los escenarios donde miles de personas comparten emociones sincronizadas. La ovación antes de un concierto, la celebración de un gol, el brindis en una boda, el minuto de silencio frente a una tragedia: todos son ritos contemporáneos, herederos de aquel impulso ancestral por reunirnos y creer juntos.

Sobreviven también los ritos religiosos, aunque transformados: la misa, el Ramadán, el Año Nuevo chino, el encendido de las velas sabáticas. Y persisten los ritos íntimos: besar una fotografía, encender una vela, repetir una oración antes de dormir. Aún sin templos ni sacerdotes, cada ser humano guarda un pequeño altar invisible donde intenta dar forma al sentido.

Respiración profunda de la cultura social 

El rito, en definitiva, no pertenece al pasado. Es la respiración profunda de la cultura. Cada sociedad necesita ritualizar sus alegrías y sus duelos para no perder la memoria. Por eso, mientras exista el hombre y su pregunta por el origen y el destino, habrá un gesto repetido, un círculo de fuego o una palabra que se dice con solemnidad.

Y en ese instante, el rito -esa antigua arquitectura del alma- seguirá recordándonos que vivir también es una ceremonia.

Hubo un tiempo en que los hombres y las mujeres confiaban en el poder de los gestos. Antes de que la palabra “motivación” llenara los libros y los seminarios, existían ritos sencillos, nacidos del corazón de la tierra y de la fe en uno mismo. Entre ellos, un antiguo ritual -casi olvidado- enseñaba a activar las metas y los sueños.

Todo comienzo debía ser escrito 

Decían los ancianos que todo comienzo debía ser escrito. Tomaban papel y una pluma, y en silencio trazaban con pulso firme aquello que deseaban lograr. No lo pedían como súplicas, sino como certezas: escribían sus metas en tiempo presente, como si ya se hubieran cumplido. Era la forma de abrirle camino al destino.

Luego, encendían una vela blanca, símbolo de claridad y propósito. Su llama representaba la energía de la manifestación: el fuego que transforma la intención en acción. Alrededor, espolvoreaban canela en polvo -la especia del sol-, convencidos de que su aroma dulce y ardiente aceleraba la materialización de los deseos. En un pequeño plato o cuenco resistente, depositaban el papel escrito, y a veces lo quemaban lentamente, dejando que el humo elevara sus sueños hacia lo alto.

Sobre la mesa colocaban también un cristal de cuarzo claro. No era un adorno, sino un amplificador de energía, un espejo de pureza que multiplicaba el poder de la mente. Mientras la vela ardía, se practicaba el silencio interior: el momento de visualizar las metas realizadas y sentir gratitud anticipada.

Lenguajes antiguos del alma 

Pocos recuerdan hoy este rito ancestral. Las prisas y la incredulidad lo desplazaron, pero su esencia sigue intacta. No se trata de superstición, sino de enfoque. El fuego, la escritura y el símbolo son lenguajes antiguos del alma. Este ritual -tan simple como sagrado- nos recuerda que cada sueño necesita un gesto que lo despierte, un acto de fe que lo sostenga, y una llama encendida que le diga al universo: “Estoy preparado para recibir lo que deseo”.

Por Miriam Mabel Fonseca
Escritora