Este domingo leemos en comunidad el evangelio de san Lucas 12, 49-53: “En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división.
Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra”.
En este ámbito de radicalidades que las lecturas de este domingo ponen de manifiesto, aparece el texto de san Lucas con su lenguaje de símbolos, de contrastes orientales: paz-guerra, amor-odio. Jesús profetiza prendiendo fuego al mundo; trayendo una “guerra”, un combate. Y aún más: nos invita a participar. Pero, ¿cómo puede ser esto viniendo de Dios que es Amor?
Estas palabras de Jesús nos hablan de la radicalidad de su mensaje evangélico. Este es radical porque busca la raíz de las cosas. En todo caso no debemos evitar la pregunta en lo que respecta al qué hacer para llevar a la práctica el seguimiento de Jesús y, en consecuencia, la radicalidad por la que hay que optar. Sabemos que estas palabras se trasmiten en el ámbito de un grupo apocalíptico, radicales itinerantes cristianos de primera hora, al menos en una primera fase, que muestra lo en serio que se tomaron el evangelio de Jesús.
Consideramos que el espíritu de la radicalidad de estas palabras de Jesús permanece y debe mantener su vigor en medio del realismo que sin duda nos apremia. La radicalidad obedece a una mentalidad, a unas circunstancias, que no pueden ser las mismas para el s. XXI. Jesús era un hombre de su tiempo que usaba también el lenguaje de su tiempo. Él hablaba sirviéndose de metáforas, imágenes y comparaciones entendidas en aquella época. Porque ¿a dónde nos llevaría una interpretación literal del evangelio de hoy, o un dicho como “si alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26), cuando él mandó amar a todos, incluso a los enemigos? No se puede pedir amar a los enemigos y “odiar” a los padres o hermanos. No sería lógico.
Pero el espíritu de lo que Jesús quería expresar permanece: frente a este mundo, el evangelio es un signo de contradicción. Hay que amar, no odiar; pero el amor, frente a este mundo injusto y de desamor, es como una guerra en la que no caben medias distintas. Jesús mismo “nos amó hasta el extremo”.
No olvidemos que estamos hablando desde la analogía, del contraste y el simbolismo. Algunos han hablado del “fundamentalismo” de la ética cristiana. Pero no es ni terrorismo ni fundamentalismo, sino que cuando el evangelio se vive con radicalidad nuestra vida no puede ser rutinaria, mediocre. El amor a fondo trae fuego a este mundo. “La medida del amor es el amor sin medida” decía San Agustín. ¿Amamos a fondo? ¿Todo es barniz superficial? ¿Vivimos la plenitud del compromiso? El que pone la mano en el arado del Amor, no mira hacia atrás.
Por el Pbro. Dr. José Juan García

