A unos días del estreno de la película, y cuando ciertas discusiones empiezan a diluirse en otras banalidades contemporáneas -que pronto se evaporan-, nos atrevemos a reflexionar sobre el tema. Porque si algo dejó Homo Argentum, además de salas llenas y debates encendidos, fue la certeza de que el cine todavía puede incomodar, divertir y sacarnos de la rutina del zapping eterno.
Apelando irreverentemente a la sintaxis del maestro JLB: “Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es ”Escribimos lo que vimos: Vimos una película -y conviene empezar así, porque en este país todo se empieza viendo, aunque después nadie quiera hacerse cargo de lo que vio-. Y no cualquier película, Homo Argentum, una sátira en clave de ficción que en pocos días logró más discusiones que varias sesiones del Congreso.
Vimos gente entrando al cine como si se tratara de un acto patriótico, con la misma devoción con que algunos van a la cancha o al supermercado un sábado a la tarde.
Vimos filas sacando entradas, vimos salas llenas, vimos críticos/periodistas entusiasmados y otros indignados, como si estuvieran analizando la mismísima Constitución.
Vimos a los que fueron al cine “porque está Francella”, como cuando van “porque está Darín”.
Vimos la grieta proyectada en la pantalla. Otra vez esa grieta que funciona como un lente distorsionado: lo mismo puede hacer de un director o un actor un héroe nacional o un traidor a la Patria.
Vimos fanáticos de un lado y del otro, aplaudiendo o denunciando la obra como propaganda encubierta.
Vimos gente salir del cine discutiendo y otros callados, con esa dignidad del que cree que “entendió más que los demás”.
Vimos -y aquí la ironía supera a la ficción- a un presidente absurdamente metido en la discusión. Como si no tuviera otras urgencias, decidido absurdamente convertirse en crítico cinematográfico. Lo vimos tuiteando, opinando, recomendando, descalificando. Todo con la misma gravedad con la que alguien elige un sabor de helado o una política de estado.
Vimos también banalidad en el análisis: gente comentando la película como si comentara un partido de truco. Vimos soberbia en ciertos intelectuales, incapaces de admitir que quizá la película es solo eso: una sátira, una ficción, y que no pretende reflejarnos como identidad definitiva.
Vimos más una serie de sketches televisivos que una película; un intento de copiar, en clave “porteñocentrista”, ciertos modos del cine italiano, con sus exageraciones, sus caricaturas, su ironía.
Vimos el histrionismo de un actor que siempre hace de sí mismo; y eso, como todo en el arte, es legítimo: puede gustar o no, pero es parte del pacto.
Vimos a los productores frotándose las manos con esta discusión, porque en definitiva, las salas se van llenando y el “Branded Content” funciona.
Vimos que el cine en salas no está muerto.
Vimos que todavía hay posibilidad de seguir produciendo buenos contenidos, aunque más no sea para ganarle a este.
Vimos que el INCAA recauda y VIMOS que, si tiene plata, bien debería usarla para incentivar la industria audiovisual, esa que sobrevive entre vaivenes y milagros.
Vimos, para sorpresa de todos, que estamos discutiendo sobre cultura. En este país en el que la agenda suele estar poblada de dólares, inflación y algún que otro escándalo mediático, de repente una obra de ficción logró colarse en la mesa de los argentinos. Eso, por sí solo, ya debería celebrarse.
Vimos simplemente una película (que poco a poco iremos olvidando).
Por Marcelo Ortega
Presidente de Film Andes

