En la plenitud del canto, joven y apasionada por esto que era uno de los vértices más apreciados de su vida, nos dijo hasta pronto Rubí Alós. Hasta dentro de unos instantes, cuando, pasado el desconcierto que dejó flotando en el corazón de la música y superada la afonía repentina de la tarde que la escuchó cantar, todo vuelva a esa otra normalidad que es acostumbrarse a la ausencia, pero ir modelando en la conciencia popular el rompecabezas de los recuerdos, el rosedal de las canciones que ella supo conseguir, y sus notas comiencen a sonar de nuevo. no sólo en los registros materiales sino en ese otro recinto, el de la memoria de la gente, donde nadie puede derogar nada y la eternidad es reina.
Con Rosita (o Rubí, su nombre artístico) fuimos una especie de hermanos, aunque no nos viéramos seguido. El afecto doblega las distancias y las pausas. Mi padre y el de ella, Rafael Alós, intérprete que cantó en La Tropilla de Huachi Pampa con Buenaventura Luna, fueron amigos del alma. Seguramente de ahí nos viene el “parentesco” más duradero, y que se ahondara en la canción que ella honró en el mejor sentido de la palabra. Se puede apreciar aún su arte en las recopilaciones que hizo Pepe de la Colina.
Rubí no tuvo en la música la suerte debida. Desde muy jovencita se afincó en Buenos Aires, ciudad de tristes y solitarios residentes que van a sufrir el contraste de un interior afable con un puerto de llegadas extrañas y ausencias prematuras. Allí cantó en infinidad de sitios y luego recorrió América Latina. Digo que no tuvo suerte porque -puedo asegurarlo- fue una de las más grandes intérpretes de música melódica del país y, sin embargo, fue sólo una pequeña flor, a veces una sombra de otros cantores tocados por esa muchas veces caprichosa varita.
En aquel memorable programa televisivo “San Juan en Alta Visión” fue una estrella inolvidable. Recuerdo que su creador, Don José L. Rocha ponderaba siempre su fogosidad en la interpretación, sus agallas para cantar, porque Rosita era nada menos que eso, fibra y calidad al servicio de temas que en su voz eran enaltecidos, un torbellino al servicio del alma.
Creo que vale insistir que no tuvo suerte en muchas cosas de la vida, aunque Dios le dio una voz de privilegio y un corazón al modo de la canción. Sufrió muchos golpes, la mellaron muchas ausencias prematuras de seres entrañables, pero siguió erguida, frontal como los pájaros cancioneros moldeados en su pecho; menos mal que se aferró a la mano ardiente de la música y con ella hizo feliz a muchos, resistió, cayó una y mil veces, resucitó, la peleó, fue armando en silencio un jardincito de vibraciones y estrellas, para que allí reinaran el bolero, la balada y algunos tangos, y en cualquier momento, cuando la sombra abandona, como a ella le ocurrió de golpe, más allá de sus nobles impulsos, todo fuera flor, para nuestro regocijo.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete