En tiempos de la colonia y hasta bien avanzada la época patria, en las aulas se aceptaban exclusivamente varones, porque así funcionaban las reglas de entonces, ya que sólo la juventud masculina disponía de algunos centros de Cultura. Pero también se sabe que las niñas recibían formación cultural mediante una instrucción informal en casas de familia a través de amigas, consideradas “matronas o beatas”.

El historiador Alfonso Hernández afirma en su obra “Instrucción primaria en San Juan de Cuyo durante la colonia” que la juventud masculina contaba con algunos centros muy básicos de Cultura, los cuales funcionaban anexos a los Conventos, pero la juventud femenina “en su inmensa mayoría vivía ayuna de letras y de ciencias; lo que lograba aprender, lo aprendía en el hogar. Religiosos y seglares sentían, pues, la necesidad de establecer centros docentes, pero carecían de los elementos indispensables. Con ello se obtendría un doble fin: los hijos de españoles y nativos, frecuentando sus aulas, además de la instrucción religiosa, aprenderían los conocimientos humanos indispensables para ser hombres útiles a la colectividad”.

Por otra parte, las mencionadas escuelas “eran sostenidas por la Comunidad fundadora y los maestros no recibían otra remuneración que un “Dios se lo pague”. A su vez, en su “Historia de San Juan”, Carmen Peñalosa de Varese, y Héctor D.

Una jornada escolar

Arias, propulsor del Instituto de Historia Regional y Argentina que lleva su nombre en la FFHA de la UNSJ, recrean con lujo de detalles lo que podríamos considerar una jornada escolar en la vida de los niños sanjuaninos antes del primer grito de Libertad de mayo de 1810: “Cuando asomaba el sol se dirigían los niños a la escuela; se iniciaba la tarea a un campanillazo del instructor general que invitaba a arrodillarse y rezar la oración del día, con toda unción; otro campanillazo para que se pusiesen de pie al lado del asiento y a la tercera voz de mando debían sentarse delante de la supuesta pizarra.

La enseñanza reteníase en la memoria a fuerza de repeticiones y coros. Desde las oraciones, la cartilla, el deletreo, hasta la tabla pitagórica, eran motivo de coros más o menos destemplados y monótonos en el transcurso del día escolar.

Los muchachos deletreaban a gritos, todos a un tiempo. Desde la puerta de la escuela no se oía a cierta hora otra cosa que una inmensa algazara y una voz más alta que gritaba: te, i, ti, u otra voz de tiple (similar a un silbido) que chillaba ve, a, ene, van, etcétera.

El historiador Alfonso Hernández afirma en su obra “Instrucción primaria en San Juan de Cuyo durante la colonia” que la juventud masculina contaba con algunos centros muy básicos de Cultura, los cuales funcionaban anexos a los Conventos, pero la juventud femenina “en su inmensa mayoría vivía ayuna de letras y de ciencias; lo que lograba aprender, lo aprendía en el hogar.”

De repente un grito una pelea, todos callaban, alguien acusaba. Después, el ruido peculiar de la palmeta, los gritos del castigado, por un rato el silencio y de nuevo: pe, a, pa, te, ere, a, ene, tran, etcétera.

Leer y escribir

Para iniciarse en la lectura empleaban las cartillas que era un silabario engorroso y monótono a base de deletreo y combinaciones silábicas: be, a, ba; be, i, bi; be, o, bo; etcétera. Si los niños lograban vencer las dificultades de ese método pasaban a un primer libro de lectura: “El Catón”, lleno de oraciones, ejemplos de buen vivir, anécdotas.

Como faltaban libros el maestro tomaba un ejemplar y el instructor general otro, después que éste leía, lo pasaba de mano en mano hasta que todos hubiesen leído, mientras el maestro atento al suyo corregía las faltas. Además de “El Catón”, de San Casiano, solían leer “El Catecismo histórico” de Fleuri, “El Catecismo’ de Ripalda, entre otros”.

A la escritura se le concedía especial atención porque a la hora de buscar trabajo “solo se podía aspirar mediante los bien perfilados rasgos de una hermosa letra”.

En cuanto a los elementos para poder escribir, Peñaloza-Arias señalan también que “no se conocía la pluma de acero; las de ganso y de pato, eran estimadas por su flexibilidad, y se tallaban prolijamente para el caso”.

Aprender de memoria

Por su parte, la aritmética se aprendía “con la ayuda de las tablas de sumar, restar, multiplicar y dividir que se coreaban hasta aprenderlas de memoria”.

Sobre el comportamiento del maestro, “éste daba el tratamiento de usted o de señor al alumno y se aplicaba una disciplina de estricta obediencia; por sus faltas se los humillaba con bonetes, orejas de burro, y por cualquier omisión o indisciplina se les propinaba castigos corporales: la palmeta y el chicote fueron los auxiliares inmediatos.

La palmeta era una especie de raqueta de madera con mango, de unos 40 centímetros, perforada, y servía también para golpear las manos del muchacho travieso u holgazán. Disciplina inexorable, en aquella época en que el aforismo era: “la letra con sangre entra”.

 * Periodista y escritor
Fuentes: “Así era San Juan cuando nació la Patria”, Luis E. Meglioli, Cícero Imp. 2010; “Instrucción primaria en San Juan de Cuyo durante la colonia”, Hernández, Alfonso G., Best Hnos., Mendoza, 1939; Varese, Carmen P. de, Arias, Héctor D. “Historia de San Juan”, Ed. Spadoni S.A., Mendoza, 1966.
Fotos: Centro Internacional de la Cultura Escolar, Soria.