Durante los primeros años de la democracia, la corrupción no fue central, pero a partir de los noventa vendría a reclamar su protagonismo estelar, aunque lo hizo en su estilo tradicional: el de recurrir a ella para el financiamiento de la política y para el reparto de coimas aprovechando el clima reinante de privatizaciones donde el traspaso de bienes públicos hacia manos privadas permitió a la elite política de ese entonces quedarse con significativos desvíos. Pero, salvo los grandes emprendimientos, el estilo político de Menem toleró que cada cual dentro de su funcionariado se enriqueciera con la parte del botín que pudiera obtener.
El gran aporte de Néstor Kirchner a este sistema prebendario fue esencial, un giro copernicano: decidió centralizar la corrupción en sus solas manos impidiendo que cada pirata se quedara con la parte del botín que obtuviera y que cada empresario arreglara con cada pirata. Ahora los piratas autónomos fueron reemplazados por testaferros absolutamente dependientes del monarca que administraba los bienes y de una consorte que los disfrutaba. Porque para Néstor el poder y el dinero eran lo mismo: los fines últimos de su existencia. En cambio, para Cristina el poder y la gloria eran los fines últimos de su existencia, mientras que el dinero era apenas un medio para lograrlos.
El juicio de Vialidad demostró rotundamente como Néstor llamó a un supernumerario bancario amigo suyo de Santa Cruz para que, en su nombre, terminara de hacerse dueño de la provincia otorgándole la concesión de toda la obra pública de la misma, hiciera o no hiciera esas obras públicas.
El juicio de las Cuadernos está demostrando como ese estilo santacruceño, Néstor Kirchner lo intentó aplicar en la totalidad del país, pero ya no poniendo de testaferro a un amigo suyo, sino tratando que los empresarios realmente existentes se convirtieran -si es posible todos, o la mayoría- también en sus testaferros. Todo sería de Néstor, aunque lo siguieran administrando los que figuraban en los balances.
Escuchar ahora, en los inicios del juicio de los Cuadernos, a los testaferros públicos de Néstor arrepentidos, parece más de ficción cinematográfica que de historial real, pero es más que real. Falta escuchar a los empresarios capitalistas de Estado, esos que pagaban coima aterrados no sólo con que Néstor no les diera más obras sino también con que se quedara con sus empresas. Porque el sueño de Néstor era convertirse en el más grande y rico empresario del país desde el poder político, y convertir a todos sus dueños formales en meros testaferros privados suyos. Una utopía más grande que la de Julio César, Napoleón o San Martín, pero en sentido pervertido y de imposibilidad absoluta de concreción.
Sin embargo, un hecho inesperado, cambió todo: la muerte de Néstor Kirchner, ya que su sistema de recaudación estaba concentrado en sus solas manos y sin papeles a la vista. Néstor no tenía socios, salvo quizá su hijo Máximo, porque Cristina, era socia de hecho, pero no participaba demasiado en los negocios y cuando podía miraba para otro lado porque a una reina soberana como ella, enamorada de los faustos y los oropeles, no le gusta ensuciarse con el barro que generalmente sostiene los edificios de los palacios monárquicos malamente adquiridos.
Lo cierto es que, en los días siguientes del fallecimiento del todopoderoso, cada testaferro público (y ni que decir los privados) decidieron quedarse con aquello que les había prestado Néstor para que se lo administrara. Y la colosal fortuna comenzó a desperdigarse en innumerables manos.
Lo más probable es que Máximo debe haber ido corriendo presuroso al encuentro de su mamá Cristina para contarle que los testaferros se estaban quedando con todo el dinero de papá, cuya existencia ella no podía ignorar, pero sí posiblemente los detalles de su administración. Por supuesto que Cristina y Máximo decidieron conminar a todos los pícaros que se quedaban con lo “ajeno” (o sea, con lo que Néstor consideraba suyo y, por ende, Cristina y Máximo su herencia) que se lo devolvieran. Lo más seguro es que deben haberle devuelto poco y el resto, si te he visto no me acuerdo.
La corrupción en la Argentina ya no es lo que era antes del kirchnerismo. Con Néstor Kirchner primero, y con la muerte de Néstor Kirchner después, cambió sustancialmente su accionar convencional.
Por ende, la muerte de Kirchner cambió el sistema de raíz porque los ex testaferros que se quedaron con el dinero que Néstor les encomendó en custodia, al adueñarse de los mismos, fueron conformando nichos de corrupción particularizados, ya no dirigidos desde la cúspide del poder presidencial, sino área por área, actividad por actividad. La corrupción hizo metástasis y hoy cubre todo el cuerpo estatal, de un modo que sigue siendo mucho más fácil para un empresario enriquecerse infiltrando su gente en los distintos estamentos públicos (incluso en lugares secundarios) para hacer negocios vía influencias, que dedicarse a la libre competencia y al libre mercado que este gobierno, en particular, propugna más que ningún otro.
Lo dijo claramente el periodista Carlos Pagni en su nota del lunes pasado: ya no es solo la corrupción, sino también la mafia la que avanza. El caso de Andis es un ejemplo paradigmático de lo que puede extenderse masivamente ante la deserción del Estado (la contracara, igual de negativa, de lo que hizo Néstor Kirchner). La caída del imperio kirchnerista nos hizo retornar al feudalismo: de un emperador único a miles de señores feudales, tipo Chiqui Tapia, donde cada uno maneja su particular área de influencia con las mismas potestades que el emperador tenía en el cuerpo político entero. Algo que puede crecer aún más rápidamente con un Estado conducido por gente que descree del Estado y que quiere reemplazarlo en todo lo que pueda (no solo en lo económico) por el mercado. Pero no está ocurriendo, porque a menos Estado hay más mafia, no más mercado. Sólo puede haber más mercado si hay mejor Estado, mucho más chico, pero también mucho más eficaz que el actual.
Por Carlos Salvador La Rosa
Sociólogo y periodista
