Por Silvana Cataldo – Especialista en formación en lectura

Durante mucho tiempo hablamos de brecha digital para referirnos a quienes no tenían acceso a computadoras o conexión a internet. Sin embargo, en la actualidad ese concepto resulta insuficiente. Hoy, millones de personas tienen un celular en la mano, datos móviles y acceso a redes sociales, y aun así viven una forma silenciosa de exclusión: la pobreza digital.

Ser un pobre digital no significa necesariamente no tener tecnología. Significa no contar con los conocimientos, habilidades y condiciones necesarias para usarla de manera significativa, para aprender, trabajar, informarse, ejercer derechos o participar plenamente de la vida social.

Tener dispositivos no es lo mismo que estar alfabetizados digitalmente

En muchos hogares hay al menos un teléfono inteligente. Pero ese acceso no garantiza igualdad de oportunidades. ¿Qué ocurre cuando una persona no sabe enviar un correo electrónico, completar un formulario en línea, buscar información confiable, proteger sus datos personales o utilizar una plataforma educativa? La pobreza digital se expresa en usos limitados: consumir contenidos, desplazarse por redes sociales o enviar mensajes, pero sin poder producir, comprender críticamente ni aprovechar la tecnología como herramienta de desarrollo personal y social.Así como saber leer y escribir no se reduce a reconocer letras, la alfabetización digital va mucho más allá de “saber usar” un dispositivo. Implica comprender, evaluar, crear, comunicarse y tomar decisiones en entornos digitales cada vez más complejos.

Una desigualdad que profundiza otras desigualdades

La pobreza digital no aparece aislada. Se superpone con la pobreza económica, las desigualdades educativas, las brechas generacionales y territoriales. Afecta especialmente a niños, adolescentes y adultos que crecieron sin acompañamiento tecnológico, a docentes sin formación específica, a personas mayores y a comunidades con conectividad precaria. En el ámbito educativo, sus efectos son claros: estudiantes que no pueden aprovechar propuestas virtuales, familias que no logran acompañar trayectorias escolares, docentes que reproducen usos mínimos de la tecnología porque nadie los formó para hacerlo de otro modo. Por lo tanto, hoy enfrentamos un gran desafío: no se trata solo de garantizar dispositivos y conexión, condiciones necesarias pero no suficientes, sino de asegurar procesos de alfabetización digital sostenidos, críticos y situados. Enseñar a usar tecnología con sentido, con propósitos claros, con acompañamiento. Hablar de pobreza digital es reconocer que la inclusión no se juega solo en el acceso, sino en el uso, la comprensión y la posibilidad de transformar la realidad con tecnología.

En América Latina, organismos internacionales, universidades y gobiernos vienen alertando que la pobreza digital se ha convertido en una nueva forma de desigualdad estructural, especialmente visible en contextos rurales, en poblaciones vulnerables y en quienes quedaron al margen de procesos formativos continuos. La región avanza en diagnósticos cada vez más precisos, que muestran que el problema ya no es solo el acceso, sino la posibilidad real de apropiarse de la tecnología para aprender, trabajar y proyectar un futuro. En un mundo atravesado por plataformas, algoritmos e inteligencia artificial, no alcanza con estar conectados. El desafío es prepararnos como sociedad para que la tecnología no siga profundizando desigualdades, sino que se convierta en una herramienta de inclusión, desarrollo y ciudadanía plena.