Por Rosendo Fraga
Director del Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría

El pensamiento estratégico estadounidense que acaba de presentar Donald Trump tiene sus raíces a comienzos del siglo XIX. En ese período, Estados Unidos, bajo la presidencia de James Monroe, formuló la doctrina que llevaría su nombre, sintetizada en la consigna “América para los americanos”. Esta doctrina se estructuraba en dos grandes ejes. El primero, de carácter interno, apuntaba a la extensión y consolidación territorial del país. A lo largo del siglo XIX, Estados Unidos llevó adelante su expansión hacia el oeste, convirtiéndose en una nación bioceánica. En ese proceso incorporó aproximadamente la mitad del territorio mexicano y adquirió, mediante acuerdos económicos, territorios que pertenecían a Francia, España y Rusia, al mismo tiempo que avanzaba sobre las tierras ocupadas por pueblos indígenas originarios.

En paralelo, Estados Unidos observaba con preocupación los intentos europeos de proyectar influencia sobre el continente americano. Ejemplos de ello fueron el bloqueo anglofrancés al Río de la Plata, la intervención francesa en México con apoyo austríaco y las acciones militares de España contra Chile y Perú. El segundo eje de la doctrina Monroe reforzaba esta mirada externa al oponerse a la instalación de monarquías en América, como ocurrió de manera efímera en México. De este modo, Estados Unidos logró construir un ámbito de influencia propio en el hemisferio, multiplicando varias veces el territorio original de las trece colonias.

Hacia fines del siglo XIX se inicia una segunda etapa de la estrategia estadounidense, centrada en la expansión de su dominio sobre el entorno geográfico inmediato y en el inicio de su proyección como potencia global. Hasta entonces, Estados Unidos se había mantenido al margen del sistema colonial europeo, como lo demuestra su ausencia en la Conferencia de Berlín de 1884, donde las potencias europeas se repartieron el control de África. Sin embargo, al finalizar el siglo XIX tomó el control de los últimos territorios del imperio español en su vecindad estratégica: Cuba y Puerto Rico en el Caribe, Guam en el Pacífico y las Filipinas. Este paso consolidó su condición de potencia bioceánica con intereses más allá del continente americano.

Esa transición no estuvo exenta de ambigüedades. En 1903, cuando una alianza europea integrada por Inglaterra, Alemania e Italia ocupó puertos venezolanos para forzar el cobro de deudas impagas, Estados Unidos adoptó una posición vacilante: acompañó la condena diplomática impulsada por Argentina, pero sin intervenir de manera directa. En contraste, sí actuó con decisión en Panamá, asegurando el control del canal interoceánico, un activo estratégico clave dentro de su área de interés hemisférico, mientras América del Sur seguía ocupando un lugar secundario en sus prioridades.

La Primera Guerra Mundial marcó el ingreso definitivo de Estados Unidos al escenario global. Aunque demoró su participación debido a la presión pacifista interna, finalmente se incorporó al conflicto del lado de los Aliados. El triunfo de ese bloque consagró a Estados Unidos como potencia global y le permitió comenzar a reemplazar gradualmente el rol que había desempeñado el Reino Unido. Sin embargo, fue la Segunda Guerra Mundial la que consolidó de manera plena su condición de superpotencia. Aunque ingresó dos años después del inicio del conflicto, su aporte resultó decisivo para la victoria aliada. Finalizada la guerra, Estados Unidos emergió como la principal potencia económica y militar, enfrentando luego el desafío creciente de la Unión Soviética.

Ese enfrentamiento dio lugar a la Guerra Fría, un período en el que Estados Unidos y la URSS se disputaron la primacía global. Tras conflictos localizados como Corea y Vietnam, Estados Unidos terminó imponiéndose gracias a su supremacía económica y tecnológica. La caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética cerraron este ciclo. En ese contexto, América Latina perdió relevancia relativa para Washington, en particular América del Sur, que no constituía el principal escenario de la confrontación bipolar.