Por Dr. Gabriel Aravena Rodríguez
Vicedirector del ISFD Santa María
Cada vez son menos los jóvenes que dicen, sin dudarlo, “quiero ser maestro”, “quiero ser profesor de…”. No porque falte vocación docente, sino porque el clima cultural —y también, en parte, nuestro propio testimonio como educadores— les transmite que enseñar no es rentable, que exige demasiado y devuelve poco. En un mundo que mide el valor por la utilidad y la eficiencia, la docencia parece haber perdido prestigio. Y, sin embargo, enseñar sigue siendo una de las formas más profundas de afirmar la dignidad humana.
La vocación docente no es hoy una opción profesional socialmente valorada. Resulta más atractivo elegir una profesión que prometa rentabilidad, sin complejidades y con abundante tiempo libre. El reduccionismo funcionalista y mercantilista busca medir nuestra valía en función de la eficiencia y de la utilidad práctica. Así, comenzamos a creer —a veces sin advertirlo— que valemos solo en la medida en que somos útiles, productivos o rentables.
Pero la otra cara de esta creencia revela que la autenticidad que brota del corazón, puesta al servicio, es lo que realmente nos hace únicos. A jóvenes y a adultos nos apasiona sentirnos exclusivos, especialistas, referentes en aquello que sabemos hacer. Sin embargo, la motivación más profunda de toda vocación o profesión debería ser la defensa de nuestra dignidad inalienable, de nuestra autenticidad. Somos mucho más que una función: somos un rostro, una historia, una vocación, afirma León XIV. Esta singularidad impulsa y orienta nuestra historia personal y también la de la humanidad.
En este horizonte cabe preguntarse: ¿buscamos simplemente una ocupación rentable o una verdadera vocación, un camino de sentido? El Papa León XIV, con su llamado a diseñar nuevos mapas de esperanza, invita a examinar esta elección decisiva. La educación —y, por extensión, toda profesión que compromete el crecimiento humano— no es una actividad accesoria. Quien elige un camino de servicio no opta por un simple contrato de trabajo, sino por una misión de amor: no con fórmulas rígidas, sino con respuestas originales a las necesidades de cada tiempo.
Vivimos en un entorno educativo complejo, fragmentado y profundamente digitalizado. Estas características nos desafían a pensar y a diseñar propuestas situadas que favorezcan el crecimiento integral de los estudiantes. El Papa propone detenernos y recuperar una mirada al estilo de Cristo, al hablar de una “cosmología de la paideia cristiana”. La educación cristiana, con sus luces y sombras, ha sabido generar a lo largo de la historia verdaderas constelaciones educativas que orientaron la navegación de generaciones enteras. Hoy, ese compromiso se renueva ante desafíos contemporáneos como la inteligencia artificial, pero también frente a realidades persistentes y dolorosas: niños sin acceso a la educación, adultos que no saben leer ni escribir, contextos hostiles marcados por la guerra, las migraciones, las catástrofes, las desigualdades y las múltiples formas de pobreza y exclusión por raza, género, religión o posición política.
En este contexto, la docencia es un acto de resistencia antropológica porque cada persona no es un “perfil de competencias” ni un algoritmo predecible, sino un rostro concreto, una historia irrepetible y una vocación en construcción. El Papa dice textualmente: “educar es un acto de esperanza y una pasión que se renueva porque manifiesta la promesa que vemos en el futuro de la humanidad. La especificidad, la profundidad y la amplitud de la acción educativa es esa obra, tan misteriosa como real, de ‘hacer florecer el ser […] Es cuidar el alma’, como se lee en la Apología de Sócrates de Platón”.
En este marco, la vocación docente es la elección de la plenitud frente a la fragmentación, del rostro frente al código. Es una invitación a custodiar el corazón, recordando que la relación y el vínculo están antes que la opinión, la persona antes que el programa. El testimonio del profesor vale tanto como su clase, y exige una formación científica, pedagógica, cultural y espiritual. El profesor es capaz de custodiar un corazón que escucha, una mirada que anima y una inteligencia que discierne. En tiempos de fragmentación y de cálculo, el mundo necesita —quizás más que nunca— esta forma de esperanza, encarnada en rostros concretos que eligen educar.
