Por Carlos Salvador La Rosa
Sociólogo y periodista
A mitad de su mandato, Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Néstor Kirchner y Mauricio Macri se encontraron con una ratificación extraordinaria de confianza popular por las más diversas razones. Pero el mandato fundamental que los convalidó fue siempre el mismo: iniciar las reformas estructurales, de fondo, permanentes, continuadas, irreversibles, que dieran vuelta ciento ochenta grados la orientación de país y pudiéramos entrar en la senda seguida por los países más exitosos del mundo. Sin embargo, todos fracasaron rotundamente luego de su hora más gloriosa. Conviene entonces recordar brevemente aquellas experiencias, puesto que, aunque se diga que la historia nunca se repite, sin asimilar la experiencia de la historia, la historia sí se repite. Y si hay un país donde su historia es un ciclo de repeticiones permanentes de sus mismos fracasos, en la Argentina de los últimos 50 años
Alfonsín ratificó de modo contundente en 1985 su sorprendente triunfo electoral sobre el peronismo de 1983, tanto que todo auguraba que se iniciaba un nuevo ciclo político en la Argentina. Pero a partir de allí de a poco todo fue volviendo atrás, porque la razón esencial del fracaso de su plan económico (Austral) fue no saber leer el mensaje de los tiempos: que la única forma de desarrollar un Estado Benefactor exitoso (como le exigía su ideología socialdemócrata) era desmantelar el supuesto Estado Benefactor heredado del peronismo que ya era solo un montón de residuos y construir uno nuevo. Los radicales más lúcidos, en particular uno llamado Rodolfo Terragno, lo entendieron cabalmente, pero la mayoría no, y se quedaron atados a un Estado que al derrumbarse terminó derrumbándolos también a ellos.
Menem tomó la decisión de desmantelar absolutamente ese Estado y lo hizo implacablemente, logrando en 1995 una aplastante reelección. Pero ese fue el principio de su fin, porque luego del desguace del viejo Estado lo que se requería era iniciar las reformas estructurales necesarias, que son más o menos las que hoy se propone Milei, para construir un país capitalista eficiente. Pero Menem decidió gastarse la totalidad del capital político y económico acumulado durante su primera presidencia, para intentar una imposible re-reelección con lo cual en vez de que la convertibilidad bien manejada fuera el punto de partida de una estabilización permanente dejó de herencia una bomba que le terminaría estallando a la incompetente presidencia de Fernando De la Rúa, con lo cual no solo volaría un plan económico más, sino que implosionaría el país entero.
Kirchner en 1995 también vivió su momento más glorioso. Le tocó una Argentina donde el precio de nuestros principales bienes exportables, alcanzaban un valor inmensamente superior a los de los últimos cien años. Teníamos otra vez, el dinero suficiente para que mientras se administraba la Argentina existente, se pudiera ir construyendo un nuevo país con los recursos extraordinarios que eran más grandes que los ordinarios. Sin embargo, insólitamente, Néstor Kirchner en vez de crear un nuevo Estado, decidió “comprar” (sin pagarlo, claro) el viejo Estado y usarlo en su beneficio propio. Con un Estado que ya no funcionaba con Alfonsín y que Menem había desmantelado, no era posible crear un nuevo país, pero era suficiente para enriquecer a un hombre que quería convertirse en el dueño de la Argentina, aunque fuera una Argentina fallida. Así, el hombre que tuvo la posibilidad económica y política no solo de producir las más grandes reformas estructurales, sino de reinventar enteramente un nuevo país, lo echó por la borda por razones similares a las de Menem, pero multiplicadas por mil.
Macri, a mediados de su mandato, en 2017, ganó muy bien las elecciones legislativas y nuevamente vivió su hora más gloriosa, pero su problema fue más político que económico. Él fue y sigue siendo un eficiente “constructor”, un ingeniero político que creó esforzadamente la primera Meca del liberalismo republicano democrático argentino en la Capital Federal y consiguió con éxito imponerla en el país en 2015. Pero todo lo que Macrí tenía de constructor, carecía como conductor. No supo neutralizar a Cristina y luego no pudo controlar a dos histéricos como Larreta y Bullrich a los que le interesó más combatirse que pelear por recuperar el poder. Así, de la incapacidad de conducción política de Macri, pese a todo lo que había construido, nació Javier Milei, la nueva esperanza de producir las reformas estructurales hasta ahora jamás realizadas, y que constituyen el pasaporte para entrar a un nuevo país.
Milei, hoy, como Alfonsín en 1985, Menem en 1995, Kirchner en 2005 y Macri en 2017, está viviendo su hora más gloriosa y tiene todas las puertas abiertas. Además, se ha propuesto realizar las reformas estructurales pendientes, que en un país ya con muchas menos ilusiones de las que tuvo con los presidentes anteriores, no es tanto lo que le exige al libertario. Sinceramente, será muy difícil que Milei pueda mejorar mucho la microeconomía de los argentinos (“ese metro cuadrado” de cada familia) porque no parece saber cómo hacerlo, ni nadie tampoco parece saberlo bien. El redistribucionismo vía subsidios ya no sirve ni es posible si es que alguna vez sirvió. Y el derrame neoliberal es demasiado lento si es que se produce. Por lo tanto, con que Milei supiera construir una sólida macroeconomía que pudiera trascender a su persona (y que no fuera posible volver atrás aun cuando el gobierno que lo sucediera fuera del signo opuesto), el actual presidente podría decir que cumplió lo esencial de su mandato. Y hoy, Milei, en su hora más gloriosa, puede lograrlo si, entre otras cosas, aprovecha su tiempo libre, para recordar lo que hicieron sus antecesores que también lo intentaron y fracasaron. Aprender de ellos para no repetir sus errores.

