Despedir la infancia, celebrar el alma y honrar la grandeza que despierta mi hija. Hoy, mientras el año escolar se apaga como una última luz de atardecer y la primaria se despide con la dulzura de un ritual que no vuelve, siento dentro de mí un temblor antiguo. No es solo nostalgia. Es gratitud, orgullo, reverencia. Es el reconocimiento de que este cierre de ciclo abre otro más grande: la metamorfosis luminosa de una niña que ya empieza a caminar hacia la adolescencia.

Esta columna -la primera que le escribo a ella- nació hace tiempo. O quizás me estaba esperando. Porque fue el 28 de noviembre, su último día de primaria, cuando comprendí que era el momento de honrarla con palabras. Ese día, mientras caminábamos hacia el colegio, Valentina extendió sus manos y tomó la mía y la de su papá, una a cada lado. Un gesto simple, cotidiano, pero que de pronto adquirió la densidad de lo sagrado. Supe -con esa certeza que solo se siente en el corazón- que ese instante se volvería eterno. Apreté su mano en silencio. No quise romper el momento. Quizás porque intuía que el próximo año ya no nos querrá tomar así. La vida es así: avanza, se expande, nos pide soltar.

Frente a la puerta del colegio le sacamos una foto. Podría ser una foto más; no lo es. Esa imagen guarda un tramo entero de vida: hospitales, diagnósticos, pérdidas, noches enteras de llanto, viajes interminables, aislamiento, dolor, pero también milagros, renacimientos, coraje, una fe persistente y una ternura que jamás la abandonó. Esa foto es una bisagra. El cierre de su infancia. El comienzo de su cielo abierto. Ese fue su umbral.

El cuerpo que lucha. El alma que se eleva
La infancia es un territorio sagrado donde echamos raíces. Allí se define, silenciosamente, gran parte de lo que un día seremos. Pero en el caso de Valentina, esa etapa estuvo marcada por pruebas que ningún niño debería vivir. Con nueve meses, la vida nos puso de rodillas. Un diagnóstico feroz abrió un abismo. Terapia intensiva. Aislamiento. Cables. Sondas. Corticoides en dosis imposibles. Traslado de urgencia a Mendoza. Laboratorios cada día. Balances de ingresos y egresos. Viajes semanales. Médicos de todas las especialidades. El fantasma de lo irreversible. La palabra “ciclofosfamida” rondando el aire como una sombra. Y, aun así, ella no lloraba. No temblaba. No se quebraba. Era como si hubiese venido con una armadura tejida antes de nacer, reforzada por un propósito que todavía no entendíamos. La llevábamos a hacerle la unción de los enfermos cada semana. Viajamos al Padre Ignacio. Rezamos. Me arrodillé cada noche. Imploré. Lloré. Hice rituales, oraciones, promesas. Tomé agua bendita. Repetí cada paso del tratamiento espiritual. Y cuando nos dijeron que no había cura, que solo tal vez en la adolescencia cesarían las recaídas, ocurrió lo inexplicable: entró en remisión espontánea, a días de empezar un tratamiento oncológico. Contra todo pronóstico. Contra toda estadística.

Ese fue su primer milagro
Y luego vinieron más pruebas: la muerte repentina de su padrino; un embarazo ectópico; la gestación de María Victoria y su diagnóstico cardíaco; meses viviendo en Buenos Aires; la muerte de mis suegros sin poder despedirlos; seis meses luchando por la vida de su hermana; el abuso que sufrió a los cuatro años; la pérdida de su abuelo materno, su alma gemela; nuevas cirugías; nuevas mudanzas; nuevos duelos. Demasiado para una niña. Demasiado para cualquier alma. Y, sin embargo, ella siguió eligiendo la luz.
Las neurociencias dicen que las heridas tempranas moldean el cerebro, pero que el amor presente, cálido y consistente puede reorganizarlo. Que la resiliencia no siempre nace de la fortaleza, sino del amor persistente. Valentina es la prueba viva. Porque no resistió: se elevó. No peleó: transformó. Tomó la fragilidad y la convirtió en claridad. Tomó las pérdidas y las convirtió en empatía. Tomó el dolor y lo convirtió en alma. Floreció como florecen las almas viejas: en silencio, hacia arriba, hacia adentro, hacia la vida.

El nombre como destino
Cuando pienso en “Valentina”, entiendo que no lo elegí: me fue revelado. Como si desde el vientre me hubiese pedido que la nombrara con la memoria de lo que venía a ser. Los nombres no solo identifican. Configuran. Marcan. Abren camino. Y su nombre es destino puro. Ser valiente no es no tener miedo: es amar a pesar del miedo. Es avanzar cuando el mundo se tambalea. Es convertir las heridas en alas. Eso es ella. Eso siempre fue.

La metamorfosis: cuando la infancia cierra sus pétalos
Esa mañana, mientras guardaba sus útiles de primaria por última vez, mientras repasaba música, mientras se despedía sin saberlo de una etapa que la formó, sentí que algo sagrado sucedía. La infancia se retira con delicadeza. No se va: se transforma. Y yo, que siempre hablo de resiliencia, propósito, heridas y transformación, la veo encarnada en mi propia casa. Su infancia no fue perfecta. Fue verdadera. Amorosa. Luminosa. Real. Y esas raíces reales -las que no niegan las tormentas- son las que permiten florecer sin miedo al viento.

Valentina florece
Florece alto. Florece hacia donde quiere. El colegio: su segundo útero emocional. Ningún camino se transita solo. El colegio fue para ella un hogar. Un refugio. Un lugar donde la vieron. La escucharon. La acompañaron con una sensibilidad que solo poseen quienes entienden que educar es un acto espiritual. Ser abanderada no fue un símbolo: fue un reconocimiento profundo a su ética, su disciplina, su sensibilidad, su ejemplo. Quiero honrar a cada docente que la sostuvo cuando aún estaba vulnerable, a quienes celebraron logros sin saber cuánto costaron, a quienes le regalaron un espacio seguro para convertirse en quien es. Un colegio así no enseña: forma almas.

El pasaje a la adolescencia: el bosque que se abre
Entre los 11 y los 15 años, el cerebro se reconfigura: se intensifica la sensibilidad emocional, se reorganiza la identidad, se buscan experiencias nuevas. La adolescencia es un bosque: hermoso, profundo, desafiante. Y para atravesarlo, más que controles, necesitan raíces. Más que reglas, presencia. Más que discursos, mirada. Más que miedo, confianza.

Memoria y futuro: la danza sagrada
La historia de Valentina es faro para otros padres. Un recordatorio de que: Del dolor puede nacer la fuerza. De la enfermedad, claridad. De la fragilidad, propósito. De la incertidumbre, identidad. Y del amor -siempre del amor-, la grandeza humana.

El cierre. Una puerta que se abre
Cuando la vi salir ese último día, mochila al hombro y mirada radiante, lo entendí: la infancia no desaparece. Permanece. Permanece en sus rituales. En su té humeante. En sus lecturas tempranas. En la forma en que cuida a su hermana con una sabiduría antigua. Permanece en mí: la mujer que soy gracias a ella. Hoy no cierro. Hoy abro. Abro con gratitud, con reverencia, con la certeza de que Valentina -mi hija, mi maestra, mi espejo- está destinada a la grandeza. Valentina, que tu infancia siga viva en tu sonrisa, que tu coraje ilumine tus pasos, que tu ternura guíe a otros, que tu destino se despliegue como un cielo abierto. Que nunca olvides tu propósito. Y que seas siempre un canal de belleza, amor y bendición para todos.

Ojalá este escrito sea un abrazo y un puente
Ojalá ilumine a otras familias. Ojalá recuerde que nuestros hijos, cuando son criados en amor, siempre encuentran la manera de elevarse.
Hoy, hija mía, te honro. Hoy celebro tu infancia que se despide. Hoy celebro tu destino que despierta. Hoy celebro tu misión y propósito, esos que ya laten en vos desde el principio. Hoy, por fin, te entrego estas palabras. La que nació para vos. La que te dice, con todas mis oraciones, que tu vida es un milagro, tu alma un faro y tu destino, inevitablemente luminoso.

Con todo mi amor
Mamá.